Carta publicada el 7 de junio de 2023 en El Mercurio.

Señor Director:

En su columna de ayer, Carlos Peña critica —con toda razón— la tendencia a trasladar “el peso de la vida colectiva del Congreso a la Corte Suprema”, fenómeno conocido como judicialización de la política. Se trata de un problema relevante, pues en una república democrática los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la vida común son los representantes políticos de los ciudadanos; no los jueces. Los tribunales carecen de legitimidad y capacidades para hacerlo, tal como ha quedado de manifiesto en estos días.

Entre los motivos que explican dicha judicialización suelen mencionarse una determinada manera de comprender el ejercicio de la jurisdicción —activismo judicial— y la omisión o complicidad del legislador, al no dictar las reglas del caso (todo lo cual ha sucedido en materia de isapres).

Con todo, cabe añadir un motivo adicional: los problemas de diseño institucional y, en este caso concreto, la regulación y práctica del llamado recurso de protección. Es verdad que esta acción constitucional ha significado un avance en la protección de derechos fundamentales, pero también lo es que se ha convertido en una de las principales vías de judicializar los debates referidos a prestaciones sociales (así ha ocurrido con las isapres y los remedios de alto costo).

En este contexto, cabe destacar la señal que entrega el anteproyecto elaborado por la Comisión Experta. Ella establece que “los tribunales no podrán definir o diseñar políticas públicas” y, respecto de los derechos sociales, limita el recurso de protección a las “prestaciones legales” involucradas, con vistas a restringir la discrecionalidad judicial en este ámbito.

Ciertamente la mejora de nuestra alicaída salud institucional depende de muchos factores, pero este es un buen ejemplo de cómo el éxito del proceso constituyente podría ayudarnos en esa tarea.