Columna publicada en diario La Segunda, 28.12.13

udirnLa derecha chilena es agotadora. Y si le creemos a Alberto Edwards, siempre lo ha sido. A veces da la impresión de que no logra dar con aquello que la política es: o piensa que es pura administración o la moraliza hasta el extremo. Sus disputas internas son infantiles y a través de los medios. Y su solución al problema político de “qué hacer” suele tener como respuesta un nombre propio: el del cacique entre caciques.

Fue la evidente inutilidad de estos rasgos en el contexto de la Guerra Fría lo que llevó a Jaime Guzmán a articular un partido de cuadros para hacer frente al marxismo-leninismo. Ante la incapacidad del sector para generar una deliberación ordenada que condujera a una acción conjunta, Guzmán optó por crear un aparato jerárquico y doctrinario de cuadros disciplinados, donde la deliberación estratégica se circunscribe a las cúpulas y la acción es siempre en bloque. A ello sumó la articulación universitaria y poblacional. Fue sólo después del asesinato del senador que la UDI dio el salto hacia la idea de conformarse como partido de masas. Con esto, se convirtió en el partido más grande de Chile, pero al mismo tiempo perdió densidad doctrinaria. El anquilosamiento intelectual, finalmente, tiene por efecto el desarrollo de una doctrina principalmente reactiva que confunde despolitizar instituciones con despolitizar personas.

Renovación Nacional, en tanto, reúne los restos políticos del viejo Partido Nacional que, a su vez, juntaba los restos de la vieja fronda parlamentaria. Todo aquí es heterogeneidad: en su interior se encontrarán conservadores, pinochetistas, socialcristianos, progresistas y liberales. Que prime una u otra tendencia dependerá siempre de los resultados de las disputas entre los caudillos de turno, que normalmente son a cuchillazo limpio. En tal contexto, toda victoria es, por cierto, inestable.

Así, no había que ser genio para notar que si ganaba la Presidencia de la República uno de los caudillos en disputa de RN podría confiar más para hacer gobierno en la UDI que en su propio partido, con el costo de quedar algo cazado en una actitud políticamente reactiva. Y eso es justamente lo que ha ocurrido. Atrapados entre cierta forma de antipolítica y cierta forma de mala política, se optó por la primera. Esto entregó estabilidad interna al Gobierno para impulsar una agenda de crecimiento económico, empleo y reconstrucción que resultó un éxito en sus propios términos, pero un fracaso en los ajenos. A esa mezcla, para terminar, el Presidente le agregó varios tiros en los pies (“bien de consumo”, “cómplices pasivos”, etc.) y la apertura de un debate “valórico” elitista y confuso, que generó divisiones gratuitas y ninguna ganancia política.

Como lección de todo esto, la derecha debería aprender que los seres humanos vivimos intensamente en el plano del sentido y no sólo del cálculo de utilidades; que, por eso, no se puede hacer política sin ideas y despreciando la cultura y que, para superar esta carencia, es necesario que el sector se constituya como tal encarnando tradiciones políticas e intelectuales, no haciendo ofertones a partir de estudios de mercado para cada elección. Todo esto, finalmente, exige diálogos, equilibrios, mesura y generación de confianza, no persecuciones estériles de banderas del adversario ni monsergas pastorales de caudillos. Todo esto demanda, entonces, política. Buena política.