Columna publicada el 3 de mayo de 2023 en El Mercurio.

Cuidar de una mascota. Tener contacto con la naturaleza. Llevar un estilo de vida saludable. Estas son, según la recién publicada Encuesta Bicentenario 2022, las actividades que los chilenos declaran considerar más importantes (todas con un 74%). No se trata de prácticas antisociales, sobra decirlo, pero llaman la atención por lo tenue que es en ellas la dimensión social.

En el polo extremo de la tabla se encuentra la participación en movimientos u organizaciones sociales, con un magro 28%, pero incluso el cultivo de la amistad, con su 53%, palidece al lado del cuidado de las mascotas. Algo relevante nos dice esto sobre nuestra sociedad.

Se habla mucho sobre el movimiento pendular de la ciudadanía, que habría pasado de las banderas del estallido a una preocupación primordial por la seguridad y la inmigración. En parte es verdad y lo confirma este estudio. En parte esas preocupaciones, en apariencia nuevas, son en realidad viejas y recién hoy se las quiere oír. Pero a todo este movimiento pendular subyace también una continuidad. Esa continuidad se ve en el deseo de reformas que apunten a un “reseteo estabilizador”, nada de revolucionario. Pero también se ve en un muy profundo individualismo de base que toca a cada dimensión de la vida humana.

No es del egoísmo que hablamos aquí. Tocqueville distinguía el egoísmo, ese amor hacia uno mismo por el que nos ponemos por sobre otros, del individualismo, un sentimiento “reflexivo y pacífico” por el que nos aislamos del resto. Lo tenemos a la vista. Una cierta creencia en Dios permanece en un 73%, pero la pertenencia a una comunidad de creencia se continúa desplomando. La vida familiar es tratada como la principal fuente de identidad (91%), pero menos de la mitad de las personas ve el matrimonio como una empresa común para la vida entera.

Somos los mismos humanos de siempre, ni mejores ni peores, pero la pregunta es si esas cosas que buscamos se alcanzan de la manera en que las estamos buscando.

El individualismo, juzgaba Tocqueville, “procede de un juicio erróneo más que de un sentimiento depravado”. Y no es solo la trama cultural y social del país la que puede iluminarse atendiendo al individualismo. Se trata de un trasfondo que también permite entender el modo en que distintas controversias éticas son abordadas.

Resulta esclarecedor contrastar la dispar manera en que la ciudadanía, según esta encuesta, mira el aborto y la eutanasia. La primera de estas es objeto de profunda división: un cuarto de la población aprobaría una amplia liberación, y un cuarto, su absoluta restricción, mientras al resto le parece permisible bajo ciertas circunstancias. La eutanasia, en cambio, es objeto de una aprobación muy significativa.

¿Cómo así? En principio cabría imaginar que controversias sobre el inicio y el fin de la vida, donde es la inviolabilidad de la vida humana lo que está en juego, recibirían respuestas similares. Pero en una sociedad individualista, la eutanasia tiene muchas más posibilidades de presentarse como algo que no afecta a terceros, que solo toca a la voluntad del afectado. La sociedad del vive y deja vivir, como lo notara Jean-Claude Michéa, también es del vive y deja morir.

Nuestras antenas están atentas a prácticas que puedan implicar daño a terceros, pero tenemos malos lentes para descubrir las preguntas éticas que levantan prácticas como la eutanasia. Apenas captamos el hecho de que el solo cambio legal y cultural suponga presión —la presión de decidir— en una etapa vulnerable.

Todo esto naturalmente levanta preguntas respecto de cuán consistente es la crítica al individualismo que se escucha desde distintos sectores políticos. Pero levanta también preguntas cruciales para la ciudadanía entera. ¿Es posible imaginar una salida de nuestra crisis con esta disposición? Después de todo, es difícil esperar que el individualismo afectivo imperante genere una comunidad más robusta y cohesionada. Nuestro individualismo puede ser más familiar que radical, es cierto, pero hay que preguntarse si puede ser fuente del tipo de virtudes públicas y solidaridad que el momento parece exigir.