Columna publicada el martes 18 de abril en Ciper Chile sobre Alguna luz para este pueblo. Un ensayo sobre el campo, de Pedro Gandolfo.

En un país como Chile, marcado por un acentuado centralismo y donde cerca del noventa por ciento de su población vive en ciudades, la aparición de Alguna luz para este pueblo, de Pedro Gandolfo, es una genial invitación a detenerse en una ruralidad cada vez más ajena para muchos de nosotros. A partir de su propia experiencia como hijo y nieto de campesinos de origen italiano afincados, durante la primera mitad del siglo XX, en la región del Maule, Gandolfo observa con atención lo que significa habitar el campo durante unas décadas en que esa realidad ha perdido preponderancia y su propia configuración ha mutado de manera radical. En este libro, el autor —abogado de profesión, crítico literario de oficio— realiza un pausado recorrido a través de los modos en que ese campo ha sido comprendido. A su vez, como experimentado y avezado lector, Gandolfo enfatiza el modo en que la pintura y la literatura han representado lo rural, y uno de los aspectos más interesantes del libro es la profundidad con que expone este amplio imaginario campestre rico en referencias y matices.

Este libro logra, en primer lugar, una proeza: hace de Colín, un pueblo perdido entre los ríos Claro y Maule, el epicentro de una reflexión profunda acerca de nuestra identidad, del paisaje, de nuestro contacto con la naturaleza, de la nostalgia, del trabajo de la tierra o de los modos en que se ha comprendido en Chile el vínculo entre campo y ciudad, entre muchos otros temas. Todos ellos se entrecruzan en una fina trama que tiene como resultado una identificación del campo como componente fundamental, aunque venido a menos y algo olvidado, de la sociedad actual. En la definición de Gandolfo, «el campo se construye a partir de la tierra considerada como algo más que un recurso explotable, como un lazo, un padecer y un ritmo: un lugar que genera arraigo y sentidos, una distancia que abre, aísla y acoge, una peculiar manera de habérsela con el tiempo, una holgura que proviene menos de una resta —menos gente, menos ruido, menos sorpresas, menos posibilidades— que de una suma, porque acá se camina al son de los astros y del viento». Es ese mismo ritmo pausado el que lleva las riendas de este ensayo, en el que abunda el placer de la observación del entorno y donde no hay apuro que valga.

Por otro lado, este libro transmite al lector un profundo amor y sentido de pertenencia por un territorio particular, sin caer en lecturas simplistas que impidan ver los claroscuros que se acumulan en esta larga historia del Maule. Así, contraviniendo los embates de los terremotos que derriban el adobe y leyendo de manera creativa y lúcida los escasos documentos históricos disponibles, el autor retrocede más de cinco siglos para relatar la historia de este valle desde sus primeros habitantes prehispánicos. En ese recorrido contemplamos la aparición de las primeras aldeas campesinas, el desarrollo de estancias ganaderas y haciendas agrícolas, el breve boom cerealero que generó una edad de oro en Talca y Constitución —con el consiguiente desarrollo de Colín como un pueblo en medio del camino que unía ambas ciudades— y el largo declive que llega hasta hoy. Más que sus habitantes o los ausentes monumentos históricos, un protagonista posible de Alguna luz para este pueblo es la tierra misma. Es ella la continuidad que permite a Gandolfo y a sus coterráneos comprenderse en relación con la naturaleza y con los animales, con las industrias que tímidamente se van desarrollando en la zona o con las prácticas cotidianas que el trabajo va configurando en torno suyo. En un tono profunda y explícitamente mistraliano, Gandolfo enfatiza la relación con el terruño que se abre, se siembra y se riega; que se cuida y se abona para poder alimentarse y vivir del intercambio de sus frutos; que exige un trabajo sin descanso y cuyos resultados son, por el clima o los precios, siempre impredecibles. Es esa tierra, con sus árboles y casas, la que produce un modo particular de habitar que se diferencia de otras zonas de Chile, a pesar de que el imaginario contemporáneo del huaso y de lo rural se haya uniformado, según algunos discursos oficiales, de acuerdo con patrones propios de otra geografía.

El oficio de crítico literario se le nota a Gandolfo en dos elementos fundamentales de su obra. En primer lugar, su ensayo es un constante ejercicio de la visión. Con un ojo afinadísimo para los detalles, el autor apunta a cada pequeña diferencia entre una u otra herramienta, vestimenta o hábito para explicar un modo distinto de vivir en el campo. Este factor, sumado a una extensa investigación, construye una geografía llena de matices, donde los variados oficios, instrumentos o relaciones que establece el viñatero, el ganadero o el productor de trigo son una excusa para profundizar en las diversas formas en que el cosmos campesino ha ido evolucionando y variando en los últimos siglos. Así, por ejemplo, cuando se relata el mencionado auge de la industria del trigo de fines del siglo XIX y principios del XX, se muestra también la otra cara de la moneda de aquella bonanza económica: un aumento del bandidaje a causa de los cambios en que peones y patrones se relacionaban entre sí. Son esas prácticas culturales y económicas —y sus consiguientes representaciones en el arte y en las costumbres— desde donde Gandolfo va desgranando una interpretación de una identidad maulina y campesina, aunque sus consecuencias no se limitan a esa provincia en particular.

Una segunda manifestación del oficio crítico se da en el capítulo titulado, con ironía, “Un paisaje sin ninguna gracia”, quizás el más erudito de todo el libro, pero cuyo amplio abanico de referencias literarias lo hace particularmente interesante. Así, frente a un relato simplista que ve en el campo un territorio idílico y una chilenidad de cartón, las novelas y relatos de Marta Brunet, Mariano Latorre, José Donoso o la poesía de Violeta Parra, Pablo de Rokha o Efraín Barquero, entre muchos otros, elaboran una «contrapastoral». En ella aparecen los sujetos campesinos antes invisibles, el campo deja de ser un paraíso terrenal y comienza a haber lugar para conflictos, injusticias y muerte. Con todo, la aparición de este discurso alternativo no implica una condena radical al escenario rural ni una caricatura de los terratenientes. Por el contrario, como dice Gandolfo, desde allí es posible mostrar la pluralidad y ambigüedad propias de la interacción entre diversos grupos sociales: «una de las pocas cosas que he aprendido con certeza en este camino de lecturas es que el campo chileno no era y quizás todavía no es un espacio humano, social y cultural uniforme y estático, sino múltiple, diferenciado y dinámico. […]. El Maule es polifacético, plural, poco homogéneo, enrevesado, difícil de asir de modo único». En este cúmulo de referencias, a su vez, no solo están presentes narradores o poetas. Un referente importante para la construcción del imaginario del Maule será el pintor alemán Mauricio Rugendas quien, luego de viajar durante más de ocho años por Chile durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX se convertirá, para Gandolfo, «en el gran cronista del Maule», a partir de sus dibujos y pinturas tan reconocidas hasta el día de hoy.

Alguna luz para este pueblo es una gratísima sorpresa dentro del panorama literario chileno. No solo por contribuir con una obra de inusitada envergadura y profundidad a la revitalización del género ensayístico, sino sobre todo por darle forma a una forma particular de «habitar el paisaje», que se vuelve luz no solo para el minúsculo pueblo de Colín, sino para todo aquel que quiera interrogar, comprender o dar cuenta de los vínculos que lo atan a una tierra específica.