Columna publicada el lunes 27 de marzo por La Segunda. 

Anteayer, 25 de marzo, se conmemoró un nuevo día del niño que está por nacer. Esta fecha permite bosquejar algunas consideraciones un tanto incómodas a diestra y siniestra.

La primera: aunque cierto progresismo se resista a aceptarlo, el mero paso del tiempo no borró ni remotamente esa vieja idea según la cual —parafraseando al Código Civil de Bello— todos los individuos de la especie humana son personas y por tanto merecen respeto, cualquiera sea su edad, sexo, estirpe o condición. La crítica al aborto directo o procurado descansa en esa convicción: el que está por nacer no es menos digno por encontrarse en el vientre materno, con independencia de su edad gestacional. Y si bien esta mirada hoy no es hegemónica, tampoco es minoritaria o de nicho. Matices más, matices menos, la sociedad se divide por mitades al evaluar estos temas.

La segunda: lo anterior fue sistemática y deliberadamente ignorado por la fallida Convención. Pese a todas las advertencias, un año atrás se apostó por un derecho constitucional al aborto inédito e ilimitado, excluyendo toda objeción de conciencia. Ya Bachelet II había intentado expulsar de la red pública de salud a la UC y otras instituciones que reivindicaban su ideario para no abortar. El fracasado órgano constituyente fue más lejos y en esta materia quiso expulsar del marco constitucional a la mitad del país. Una decisión temeraria que, según varios analistas, incidió en otro hito que está por cumplir 12 meses: la primera encuesta que dio al Rechazo por encima del Apruebo.

La tercera consideración va por otro lado: el escenario descrito ilustra cuán difícil es la situación del denominado mundo pro-vida. Mientras alrededor del 50% de la sociedad acepta el llamado aborto libre (que de libre tiene poco: la mujer que aborta suele hacerlo presionada o abandonada), quienes rechazamos la legitimación del aborto directo o procurado afirmamos que representa un tipo de homicidio. Pero si es así, lo mínimo es hacer todo lo posible por erradicar esta práctica gravemente injusta, en los distintos niveles en que se juega esta disputa. ¿Lo hacemos? Por ejemplo, ¿cuánta ayuda reciben las fundaciones que apoyan a las mujeres con embarazos vulnerables? Otro ejemplo: ¿cuántos políticos pueden argumentar de forma razonada al respecto? ¿Y cuántos efectivamente lo hacen?

Estas preguntas son relevantes. No tiene mucho sentido denunciar un crimen y quedarse de brazos cruzados. Tampoco es sensato discutir estos asuntos sólo en sede legislativa el día que puntual y aparentemente convenga. Y menos aún lo es hablar de ellos en forma liviana, como si bastara la retórica de lo políticamente incorrecto. Ninguna de esas actitudes está a la altura de la dignidad que se predica del niño o niña por nacer.