Columna publicada el domingo 1 de enero de 2023.

El poder y la verdad nunca se han llevado muy bien. Esto habla, en general, bien de ambos. La política administra precarios estados de cosas, buscando resultados mediante contorsiones y dobleces. Trabaja principalmente con el tiempo: hay momentos en que conviene decir las cosas de una forma, momentos en que conviene decirlas de otra. Trabaja, también, con la imagen: el sueño del político es siempre parecer todo para todos. Ser una especie de espejo universal de los confusos anhelos de la población. Por lo mismo, el político siempre corre el peligro de ser consumido por los fuegos miméticos: la envidia, la vanidad, el alarde, la irritación, la venganza y el egoísmo. El estado terminal de un político perdido es como un reality show de exfamosos tratando desesperadamente de brillar de nuevo, aunque sea un segundo. Infierno que el humorista Ricky Gervais retrata brutalmente en un capítulo de la serie “Extras”. El político degradado odia profundamente a la gente que lo elige, la encuentra imbécil, y quisiera no depender de ella. La mira como un alcohólico mira una botella nueva, cerrada. La desea con la vida, aun sabiendo que ese deseo lo está destruyendo.

La verdad, en cambio, no hace concesiones de fondo al mundo, pero tampoco lo desprecia. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Es flexible en su trato con el mundo porque se ubica por sobre él. Cielo y tierra pasarán. La verdad no. Las patologías de la verdad, entonces, son diferentes. Situándose en ella es fácil desesperarse y pagarse de uno mismo, cayendo en el odio por todo lo precario, lo débil, lo corrupto. Todo lo que necesita ser disculpado, ser creído, ser esperado y ser soportado. Quien se sitúa en la verdad puede simplemente asquearse de las precariedades de este mundo y declararlas insoportables. Eso es el maniqueísmo, esa implacable e impaciente filosofía que primero atrajo a Agustín de Hipona, pero contra la cual finalmente dedicó sus mejores páginas.

La forma patológica del político situado en el poder es la del demagogo o chanta. La del político situado en la verdad es el tirano. El primero vive para agradar a súbditos que desprecia, el segundo para corregirlos por la fuerza. Hay un corredor subterráneo entre ambos calabozos, por cierto. Todo chanta cultiva un tirano en su corazón, y todo tirano desea secretamente ser querido y no sólo temido.

La patología, en ambos casos, surge de oponer verdad y política, que se llevan mal pero no se repelen. En el mejor de los casos, se corrigen fraternalmente: la política le recuerda a la verdad el aquí y ahora, así como la fragilidad humana. La dignidad humilde de lo temporal. La verdad, en tanto, señala el llamado a más grandes cosas que marca nuestro destino. Le recuerda a la política que somos más que bestias de carga. Este equilibrio es muy difícil de conseguir. Por eso la mayoría de los políticos que se sitúan en la verdad matan y terminan muertos: desde el principio se sienten más cómodos imaginándose como estatuas. Y suelen arrastrar con ellos a varios más. De la misma forma, casi todo político que se entrega sin reservas a la remolienda espectacular de la política termina sumido en el patetismo nihilista. La imagen de los políticos profesionales en las series “The Wire”, “The Office” y “Parks and Recreation” captura de forma cómica esa indecencia. Los políticos profesionales que aparecen en las series “The Bridge” y “The Killing”, en tanto, escarban más profundo en el vacío.

Nuestro Presidente, Gabriel Boric, comenzó su vida política situándose en la verdad y sufriendo sus patologías. Por eso cuando (más) niño le fascinaban el MIR y el FPMR. “Limpia como el fuego el cañón de mi fusil”, le rogaba Víctor Jara a algún dios. Boric y sus compañeros de ruta fueron por más de una década los acusadores de nuestros pecados. Casi no hicieron concesiones a lo real. Por lo mismo, consideraron purificadores los fuegos de octubre de 2019. Los políticos inquisidores tienen un gusto natural por el sufrimiento ajeno, porque siempre lo consideran justificado de antemano. Nadie está libre de pecado, así que todo piedrazo es bienvenido. Cuando uno desconfía de Giorgio Jackson, por ejemplo, lo hace principalmente, creo, por ese desplante arrogante de CVX con metralleta con que habita el cargo y el mundo.

Sin embargo, la conciencia del Presidente Boric, a ratos, logra captar lo temporal y mirarlo sin desprecio. Esos intervalos lúcidos eran su gracia, y le abrieron la puerta a la Presidencia. El Boric del acuerdo de noviembre era uno que no quería incendiar la pradera, sino cultivarla, aunque fuera tierra pobre. Entraba y salía de ese estado. El Boric ayatola octubrista perdió en primera vuelta, mientras que el Boric criptoaylwinista ganó la segunda.

Lamentablemente, el Boric Presidente, luego de algunos golpes, parece ya no saber dónde está parado. Está grogui. Sus gestos ya no evidencian una tensión reflexiva entre verdad y política, sino un oportunismo de cuarta y los primeros síntomas de desprecio profundo por los gobernados. Entorpece los acuerdos comerciales porque sí, para darle el gusto a un subsecretario homeópata. Le hace un queque a Aylwin que empalaga hasta a Mariana Aylwin. Se tira a choro con el embajador de Israel, para después pedir disculpas de rodillas. Dice que van a ser unos perros contra la delincuencia y que hay que recuperar el principio de autoridad, pero indulta a una tropa de octubristas demoledores. Todo el que se arrime a Boric hoy está condenado a ser decepcionado y abatido. Los malabares de adulto a cargo de cumpleaños de monos que hacen Marcel, Urrejola y Tohá para encubrir la deriva arbitraria de la dirección del gobierno se ven cada vez más desesperados.

Boric, golpeado por el Rechazo, se dirige hacia el chanterío. No es Fernández ni Bolsonaro todavía, por cierto. Pero ya no puede afirmarse, como hace Rafael Gumucio, que no tiene nada que ver con ellos. La operación comunicacional para respaldar el indulto presidencial a los octubristas retrata las miserias en las que va naufragando el mandatario. Anunciada un viernes en la tarde antes de un fin de semana de año nuevo, a ver si nadie lo nota. El sábado es medio encima para la reacción de la prensa, y el domingo no hay ni diarios. Le preguntan y responde genéricamente que es una decisión difícil, pero que asume con responsabilidad (¿se hará responsable acaso de los daños ya realizados por los perdonados, así como de sus posibles daños futuros? ¿De qué responsabilidad habla?). Dice que no hay que quedarse en minucias, en la política chica. Pero comete una contradicción performativa: hace política chica llamando a evitarla. Al “pack” de indultos le sumó al frentista Mateluna, que es un caso aparte que sirve de cortina de humo para los otros, y, como guinda final, una querella contra Pancho Malo dirigida a producir más humo todavía.

Detrás de todo esto hay un duro desprecio por la ciudadanía. El mismo que trasunta su afirmación de que con la propuesta constitucional de la Convención se intentó “profundizar la democracia”, pero “no se pudo”. Al mismo tiempo, hay un deseo de ser todo para todos. Una frasesita para ti, otra para ti. Lleve la suya, que se acaban. Es triste lo que pasa con Boric y uno puede temer razonablemente que termine como el diputado Gonzalo Winter, que se quebró por dentro y ahora monta unos espectáculos de circo de pulgas como su llamado a rechazar el voto obligatorio en pos de “no obligar a votar a los pobres” (que fueron, en buena medida, los que les impidieron someter a Chile a los caprichos constitucionales de Winter y sus amigos). Todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

La deriva chanta de Boric, finalmente, azuza lo peor de la derecha. Le da la razón a los que dicen que todo acuerdo con el gobierno es traición y que el único camino es el choque frontal. Esos no van a soltar más el bombo. De hecho, la querella contra Pancho Malo, desde el punto de vista del señor Malo, es apenas un toquecito amargo en un trago muy dulce. Después de todo, su causa se ve confirmada por los indultos. Y, perseguido ahora directamente por el gobierno, la tarima para victimizarse está servida. En un par de años quizás el Presidente inaugure un doble memorial junto a Malo y Campillai en el Metro Baquedano. “Histórico”, dirían y repetirían los aduladores oficiales.

¿Hay alguien cerca del Presidente que, en la soledad de La Moneda, pueda hablarle todavía con franqueza? ¿Habrá por ahí alguna copia perdida de “Las Confesiones” o de “La Ciudad de Dios”, de Agustín, a las que pueda recurrir este verano? ¿Encontrará en su oficina la caja con los textos políticos de Albert Camus, que antes se jactaba de leer? A Boric le queda, muy probablemente, una larga vida por delante. Y si no recupera algún equilibrio entre verdad y poder, el espectáculo, además de largo, puede ser terrible.