Columna publicada el domingo 22 de enero de 2023 por El Mercurio.

La acusación constitucional contra el ministro Giorgio Jackson ha sido una especie de condensado de los problemas que aquejan a nuestra política. En efecto, es posible apreciar en ella muchos de los malos hábitos que están en el origen del declive de nuestra escena pública. Por lo mismo, parece relevante examinar lo sucedido para disponer —al menos— de un diagnóstico adecuado sobre nuestra situación.

Primero, la banalización. Al presentar (y respaldar) un libelo con fundamento dudoso, la derecha contribuyó a seguir trivializando las acusaciones constitucionales, de las que fue víctima en el período anterior (el caso más absurdo: el ministro de Educación por impulsar el regreso a clases presenciales). El problema es grave, porque el instrumento no está concebido para resolver diferencias políticas, ni para que el Parlamento imponga sus puntos de vista al Ejecutivo. Si la oposición quiere presionar al Gobierno puede recurrir a las interpelaciones, a las comisiones investigadoras y, lo más importante, al voto en cada proyecto. La acusación constitucional es un último recurso, que sólo debería ser usado una vez agotados los otros caminos y tras un largo proceso de reflexión.

En esta ocasión, nada de esto ocurrió. Simplemente, se buscó golpear al oficialismo en un momento de fragilidad. Sin embargo, el deterioro institucional es demasiado grave como para persistir en una lógica que exacerba nuestras dificultades. Esto no implica exonerar al gobierno de críticas —y vaya que las merece— pero eso no debe realizarse a cualquier costo. Por lo demás, no se trata de pedir heroísmo en las bancadas opositoras, sino solamente una visión más larga del horizonte (aquello que Tocqueville llamaba “el interés bien entendido”). Es muy posible que la actual oposición gane las próximas presidenciales, y la reproducción de esta dinámica no le ayudará a hacer un buen gobierno (que es aquello que más necesita Chile). Seguir al infinito con el espíritu de revancha bien podría terminar arrasando con todo.

Segundo, coherencia narrativa. En esta materia, debe reconocerse que Apruebo Dignidad ha elevado al nivel de exquisito arte la capacidad de mantener un doble discurso. Sus dirigentes afirman —con ceño fruncido— todo lo contrario de lo que defendieron —con ceño fruncido— hace tan solo unos meses. Es cierto que algunas frases parecen prestarse más bien para el humor (por ejemplo, las declaraciones de la diputada Cariola tras el rechazo del libelo), pero en este punto se esconde una dificultad significativa. La nueva generación, aquella que venía a renovar las prácticas, no sólo está replicando los vicios de la vieja política: también los está agravando.

El problema puede explicarse como sigue. Si nuestra democracia está en crisis, es precisamente porque los ciudadanos dejaron de creer en la palabra de nuestros políticos, y ninguna democracia puede subsistir demasiado tiempo en esas condiciones. Gabriel Boric llegó al poder a partir de esa desconfianza, pues logró transmitir (algo de) credibilidad. Su gobierno, en el fondo, representaba la promesa de restitución del vínculo político. Esa fue su virtud, pero es al mismo tiempo su gran debilidad. Si la ciudadanía pierde la confianza en lo que dice, volveremos al círculo vicioso. Este es, por lejos, el pecado más grave de la generación del Frente Amplio: están acelerando —día a día— el desprestigio de la política, porque sus cambios de opinión son sólo circunstanciales. Su palabra ya no remite a nada real, y están dispuestos a defender cualquier tesis si es funcional a su objetivo de acumular o conservar poder. Guste o no, la nueva izquierda es un actor central en la degradación de la palabra política.

Para tratar de tapar el sol con un dedo, el oficialismo ha elaborado un relato: la extrema derecha está dañando a la democracia, el fascismo horada las instituciones. Sin embargo, no formula la pregunta por la propia responsabilidad en la crisis. Ellos siempre son inocentes, los responsables son sistemáticamente otros (la derecha, la concertación, el neoliberalismo, los treinta años, el imperialismo, la policía o quien fuere). Si nuestra democracia está en problemas es también porque ellos jugaron con fuego durante años para someter a sus adversarios: avalaron la violencia, intentaron destituir al presidente electo en las urnas, reventaron los fondos de pensiones, produjeron inflación, crearon un clima que dificulta el control de la migración, y la lista podría seguir. Para decirlo en buen chileno, tomaron todas las micros.

Salir de esta situación será cualquier cosa menos fácil, y requiere que todos los actores tomen conciencia del peligro en el que estamos sumidos. Desde luego, si es bien conducido, el proceso constituyente debería jugar un papel en restablecer ciertas confianzas y en producir un marco que permita el desenvolvimiento sano de la democracia. Con todo, y dado que ya no son actores marginales, cualquier atisbo de solución requiere de la colaboración activa de quienes nos gobiernan. Si se quiere, el principal peligro que acecha nuestra democracia no son los fascistas ni los populistas de derecha. El principal peligro que acecha nuestra democracia es que la nueva izquierda siga convencida de que es inocente; y que, por tanto, no encuentre las herramientas para conducir la crisis.