Columna publicada el domingo 14 de noviembre de 2021 por El Mercurio.

“La DC tiene historial de haber sido un factor que ha torpedeado los cambios”. Con esas palabras, Gabriel Boric reaccionó al voto disidente de la senadora Carolina Goic al cuarto retiro. La declaración sorprende por varios motivos. El más evidente: Boric sabe perfectamente que los retiros de fondos constituyen una política pública indigna, cuyo costo será pagado íntegramente por quienes recibirán peores pensiones en un futuro no tan lejano. En ese contexto, resulta llamativo que el candidato haya cambiado repentinamente de opinión al respecto, pero derechamente incomprensible que ni siquiera acepte que alguien tenga hoy la misma opinión que él defendía con fuerza hace algunas semanas (y que han suscrito incluso los economistas de su sector).

Podría replicarse que estas reyertas son propias de una campaña áspera. Sin embargo, el argumento de Boric esconde una tesis más profunda, tesis que de algún modo ha configurado la identidad política del Frente Amplio. Tras la fallida experiencia de la Nueva Mayoría (NM), se instaló en cierta izquierda la idea según la cual la DC habría sido la principal responsable de todos los problemas, por sus dudas y reticencias. El punto es fundamental, y bien puede suponerse que este diagnóstico inspira el proyecto político de Boric: sus palabras sugieren que él no estará dispuesto a transigir con los herederos de la Falange. Por acá, quienes están convencidos de impulsar las transformaciones profundas; por allá, los malvados que siempre han puesto obstáculos. La dificultad estriba en que dicha lectura es extraordinariamente estrecha y —en rigor— solo sirve para tranquilizar la conciencia de algunas almas bellas.

Después de todo, la historia de la NM es bastante menos simple y maniquea. En efecto, ese proyecto se fundó, desde el inicio, en la popularidad de Michelle Bachelet más que en un trabajo colectivo, o en una reflexión crítica en torno a la derrota del 2010. Para peor, el aplastante triunfo del 2013 fue leído como una estricta adhesión ideológica, sin advertir que era adhesión personal. Pero hay más: al poco andar (y no solo por el caso Caval), el gobierno de la NM empezó a perder fuelle y popularidad. Baste recordar las discusiones en torno a los colegios subvencionados: muchos chilenos sintieron amenazadas sus formas de vida en función de malas decisiones y frases desafortunadas (el ingeniero social Nicolás Eyzaguirre afirmaba, desde su elevada posición social, que era necesario bajar a algunos de los patines, y despreciaba los colegios con nombre en inglés). La DC, en el fondo, no hizo más que recoger un escepticismo que efectivamente existía en la sociedad, y marcó natural distancia con los aspectos problemáticos. La frase de Boric, en el fondo, ignora el clima político, atribuyendo todo a la mala voluntad.

No pretendo acá defender a la DC, que cometió errores severos en ese gobierno. Mi punto es algo distinto: a la hora de hacer transformaciones profundas, es necesario articular mayorías estables y consolidadas, y la izquierda simplemente no cuenta con ellas. Esa es la lección histórica de la Unidad Popular, que tuvo durante sus tres años de duración un intenso (y estéril) debate sobre la política de alianzas. Sin la DC, era imposible aspirar a una mayoría, pero incluirla parecía una concesión inaceptable. Los comunistas —después de haber sido muy críticos de Frei en los 60— entendían perfectamente que sin la DC todo se volvía muy complejo y, por eso, abogaron una y otra vez por un entendimiento con el centro. Los socialistas y el MAPU, por el contrario, se esforzaron por torpedear ese diálogo, pues consideraban que era una peligrosa concesión al reformismo. Sobra decir que la UP nunca resolvió ese problema, y de allí la importancia histórica de la Concertación, que surge precisamente de la convergencia entre ambos mundos.

Desde luego, podría objetarse que la DC actual está lejos de encarnar y representar vastos sectores sociales, como hace cinco décadas. Y es cierto. Por un lado, Yasna Provoste parece obsesionada por repetir el libreto Tomic, esto es, ofrecer una lánguida imitación de la izquierda. Por otro, se trata de una colectividad sin liderazgo ni programa nítidos. Con todo, el argumento sigue intacto: las transformaciones encontrarán resistencias y, en ese momento, será indispensable contar con lazos hacia el centro. Suena paradójico, pero Boric —de resultar electo— necesitará a una DC robusta. El fenómeno ya es visible en sus primeras manifestaciones, e incluso podría impedir su triunfo. En orden público, en inmigración y en economía, Boric deberá triangular con dirigentes que piensen distinto. Como él mismo suele afirmar, hay una cuestión democrática envuelta: el disenso debe ser integrado, al menos en alguna medida. Pero se trata también de una necesidad táctica, pues la opinión pública no siempre estará de su lado y no contará con mayoría en el Parlamento. ¿Cómo podrá cumplir con las altas expectativas que ha sembrado? ¿O aspira a ser una especie de presidente testimonial que busca preservar su inocencia ante todo?

Para decirlo en otros términos, el éxito de un eventual gobierno de Gabriel Boric pasa por contar con interlocutores como Carolina Goic, pues Yasna Provoste no le sumará nada relevante. Tal es, en un Chile democrático, el precio de las transformaciones.