Columna publicada el domingo 18 de diciembre de 2022 por La Tercera.

El objetivo de la Convención Constitucional, pactada entre las fuerzas políticas democráticas en noviembre de 2019, era proveer a nuestro sistema institucional de herramientas para superar la crisis de octubre. Conseguirlo requería claridad de diagnóstico, sobriedad republicana y economía de los medios: concentrarse en lo importante y elaborar acuerdos básicos en las materias que facilitaran reconducir la crisis por vía democrática, destrabando la capacidad de decisión y ejecución del Estado, pero sin poner en peligro su organización como república.

Sin embargo, la Convención terminó siendo una extensión de octubre. El ambiente de odio imbunche, lumpenconsumismo (Oporto dixit) y espectáculo de las calles se trasladó a sus entrañas, permitiendo que triunfara la desmesura. Buscapleitos con complejo de Napoleón, activistas monotemáticos, plañideros de profesión, mentirosos de oficio y dinamiteros con ganas de “acabar con el neoliberalismo en un acto” se conjuraron para descuartizar y repartirse 200 años de historia independiente. Con tono mosquimuerto y tufo tiránico nos ordenaron aprobar. Desde el fondo de su cueva, nos decían que entráramos, que no escucháramos a nadie más. Que todo el resto mentía. Que miráramos la lista de promesas lindas. Y, cuando una mayoría histórica de todos los colores les dijo que no, vimos sus verdaderos rostros emerger desde la covacha: roteando y tonteando al pueblo que decían amar, culpándose entre ellos y agarrando el próximo vuelo a Nueva York o a París a pasar las penas y el sombrero.

La misma desconfianza del chileno que en muchos sentidos nos daña, esta vez nos salvó de una grande. La locura octubrista, su modo y sus tesis políticas, fue parada en seco. Y buena parte de la izquierda que se había rendido a ella sigue aún en shock. Sin embargo, es imposible terminar de salir de octubre sin cambiar la Constitución. Y, en eso, el fallido proceso nos entregó experiencia, pero ninguna solución. Para peor, la pesadilla vivida durante la crisis, sumada a la desmesura de la propuesta, ha parido un antioctubrismo que es un equivalente funcional de signo opuesto al de los amigos del caos. Un voluntarismo del orden que tampoco cree en los acuerdos, que también habla un lenguaje de amigos y enemigos, y que predica la paz del garrote.

El acuerdo de diciembre de este año, alcanzado nuevamente entre las fuerzas políticas democráticas más algunos sectores de la ultra derrotada, plantea un diseño de proceso constitucional que busca aprender del anterior, sumando balances y contrapesos para coartar la desmesura. El chinchineo faccioso, por supuesto, ya comenzó. Los mismos que celebran los filtros y cupos reservados étnicos e identitarios, ahora encuentran terrible que un congreso democráticamente electo pueda intervenir en el proceso. Los comunistas ya anunciaron que estarán, como siempre, con un pie en la calle. Y la derecha más dura acusa traición a la democracia, con marchas militares de fondo.

Esta vez no estarán los académicos felicitándose de que el órgano redactor “se parece a Chile”. El lobby étnico, que pesa nada entre su gente, será un puro berrinche. Y los amigos del fuego dirán otra vez que quieren “quemarlo todo”. Los hombres y mujeres que tengan a su cargo el esfuerzo constitucional trabajarán bajo un cielo oscurecido por las flechas adversarias. Será la última oportunidad de nuestro régimen democrático para salvarse a sí mismo. Un momento estelar para la única república latinoamericana con raíces profundas.