Columna publicada en Chile B, 04.07.2014

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Foto: Chile B

Vivimos en una sociedad cada vez más compleja: estados poderosos aseguran la estabilidad de la propiedad, el dinero se ha vuelto cada vez más abstracto y los medios de comunicación y transporte son cada vez más rápidos e impersonales. Esto es, en buena medida, la globalización. En palabras de Daft Punk: harder, better, faster, stronger. El fenómeno alcanza, por supuesto, a nuestros modelos organizacionales: los gobiernos corporativos de las empresas modernas -al igual que su propiedad- son cada vez más líquidos y dibujan una intrincada red de mando que incluye directores, accionistas, ejecutivos y trabajadores.

Ahora bien: la complejidad implica riesgo. La información con la que operamos en el mundo es cada vez más limitada. Perdemos perspectiva. Esto lo saben muy bien las empresas y los gobiernos, que gastan millones de dólares cada año para tratar de incorporar la mirada de los ciudadanos y los consumidores en sus operaciones. La mirada del otro, del prójimo, se nos va haciendo extraña en la medida en que ese otro son ahora una cantidad infinita de personas, ideas y organizaciones con las que tenemos un mínimo contacto personal.

Es en este contexto en el cual la coordinación por indiferencia se vuelve predominante, el riesgo de catástrofes morales también aumenta. La falta de perspectiva y el desarraigo de los vínculos sociales amenaza con convertirnos en una sociedad de anónimos, ajenos unos de otros, vinculados débilmente por estructuras organizacionales de cuyas operaciones nadie es finalmente responsable. Organizaciones kafkianas que ya no incluyen sólo al estado, sino también a muchas empresas cuya propiedad y administración son todo menos transparentes, incluso para los accionistas (como mostró brutalmente el caso “La Polar”).

Así, la herida mortal que la “propiedad de todos” representó para el socialismo (debido a la llamada “tragedia de los comunes”) reaparece como un fantasma en la “propiedad de nadie” de muchas de las modernas empresas. En palabras de Jesse Norman en su libro “La Gran Sociedad”: “el contexto institucional original, que vinculaba el apropiado poder empresarial con el bien público, ha desaparecido”.

Hoy el drama del anonimato estalla en la cara de las personas más ricas de Chile: el Club de Golf Los Leones. Sus trabajadores, muchos de ellos con dos y hasta tres décadas de servicio, reclaman contra una administración que les ha venido pagando sueldos cercanos al mínimo por trabajar en el lugar más exclusivo de Chile. Algunos socios del club, sorprendidos por la protesta, se bajan de sus autos y conversan con personas a las que han visto trabajando ahí casi a diario, pero con las que nunca antes habían cruzado palabras en serio. Todo apunta a la administración, pero la administración supuestamente depende del directorio, que depende supuestamente de los socios. Un dolor de cabeza para quienes acostumbran a descansar ahí, pero también una oportunidad gigante para, dándose el tiempo para conversar con los trabajadores y buscar soluciones razonables al problema, aprender una lección y recuperar el sentido más profundo de la libertad: la responsabilidad.