Columna publicada el domingo 27 de noviembre de 2022 por El Mercurio.

Hoy se cumplen doce semanas desde el plebiscito del 4 de septiembre. Doce semanas desde que la izquierda sufriera la mayor derrota electoral de su historia, y doce semanas desde que el Gobierno se viera obligado a despertar de su sueño adolescente. Son también doce semanas sin que las fuerzas políticas hayan alcanzado un consenso para darle continuidad al proceso. No bailamos cueca en torno a este tema y, al día de hoy, nadie podría garantizar que tendremos acuerdo para el año nuevo.

Naturalmente, ha habido avances significativos. Por de pronto, las fuerzas más relevantes han adquirido un compromiso explícito en orden a cerrar el tema constitucional en un plazo razonable, y hay también un acuerdo en torno a los bordes del nuevo itinerario. No obstante, la negociación ha encontrado una piedra de tope: la composición del organismo redactor de la nueva Carta Magna. Buena parte de Apruebo Dignidad (AD) estima que dicho cuerpo debe ser íntegramente electo, mientras que otros sectores políticos están abiertos a evaluar otros mecanismos (cuerpo designado o composición mixta). Esta diferencia no es trivial, y remite al modo de comprender el 4 de septiembre. Guste o no, es evidente que iniciar un nuevo camino constituyente exige contar con un diagnóstico más o menos acabado sobre el fracaso del proceso anterior. ¿Qué se hizo mal, cuáles fueron los problemas de diseño, cómo evitar un nuevo fiasco? En este punto, AD ha preferido vendarse los ojos. En efecto, no ha ofrecido nada parecido a una reflexión a la altura de las circunstancias. Eso explica su desorientación. Si el objetivo es no repetir los mismos errores, es normal que surja la alternativa de un órgano mixto. Esa modalidad permite resguardar una mínima coherencia entre los distintos cuerpos representativos, cuya ausencia fue una de las causas del fracaso. Por otro lado, no es posible afirmar, sin mayores argumentos, que una Constitución redactada por un órgano mixto y validado en plebiscito de salida con voto obligatorio carecerá de legitimidad. En cualquier caso, ya conocemos el resultado del otro camino.

Ahora bien, y sin perjuicio de lo señalado, el oficialismo debe resolver dos problemas antes de proseguir las negociaciones. El primero guarda relación con la unidad de las fuerzas que respaldan al Gobierno. Los parlamentarios del Socialismo Democrático han sido enfáticos en su apertura a explorar alternativas para la composición del cuerpo redactor, mientras que AD no quiere ceder. Sin embargo, y dado que solo se necesitan cuatro séptimos para concretar la reforma correspondiente, los votos de AD no son indispensables. No obstante, ¿es viable que parte del oficialismo quede fuera de un acuerdo de esta naturaleza? Sobra decir que eso dejaría al Presidente en una situación imposible. Es más, una configuración de ese tipo lo obligaría a reformular enteramente su administración, al dislocarse su base de apoyo.

El segundo problema tiene que ver con Apruebo Dignidad, y particularmente con el Frente Amplio. En ese mundo, suscribir un acuerdo que incluya un órgano mixto implica renegar de todo aquello que han predicado durante años: en ese caso, no habría Asamblea Constituyente ni refundación. Es más, ese acuerdo sería un reconocimiento tácito de que su lectura de octubre de 2019 fue gravemente errada. Sería una renuncia muy dolorosa: apenas firmen, se convierten en concertacionistas. Lo saben, y de allí su obstinación. Para ellos, no hay nada más importante que su identidad inmaculada.

Desde luego, se podría objetar que el Presidente Boric lleva varios meses dando un giro que lo aleja cada día un poco más del diputado Boric. Y es cierto. Sin embargo, hasta ahora AD ha mirado con sumo escepticismo ese vuelco, y no ha terminado de asumirlo ni de hacerlo propio (no es seguro, por mencionar un ejemplo, que la propuesta de fiscal nacional cuente con todos los votos oficialistas). Enfrentan así una terrible disyuntiva: o se suman al ancho camino del medio —según la expresión del primer mandatario— o insisten en preservar su pureza, y mantienen una actitud rebelde que los irá dejando en el margen de la escena.

Puede parecer una paradoja que el sector que tiene la primera magistratura, y que controla desde allí todo el aparato estatal, aún no haya resuelto una pregunta tan elemental. Pero es un buen síntoma de la situación general que enfrenta el Gobierno: casi un año después de haber triunfado en la presidencial, hay muchos que no se dan por enterados de que el poder conlleva responsabilidades. Es más, muchos parecen dispuestos a poner en riesgo todo el proceso constituyente para no mancharse con la sucia componenda política. Si se quiere, es también la gran prueba de fuego del primer mandatario, que debe lograr que sus huestes lo sigan en el camino que ha ido trazando. Si no lo logra, su propio proyecto pierde casi toda su viabilidad. Como puede verse, en esta negociación no solo se juega la nueva Carta Magna: se juegan también la naturaleza del Gobierno y el liderazgo del Presidente. No es poco.