Columna publicada el domingo 4 de septiembre de 2022 por La Tercera.

Todos estamos expectantes. La sensación es que se juegan muchas cosas, muy distintas a las de una elección regular. Se trata de la definición de algo de más largo alcance y aliento, que tiene que ver con la delimitación de las bases institucionales de nuestra fracturada convivencia; con la pregunta por el tipo de sociedad que queremos ser, y por la comprensión que tenemos de aquella que hemos sido. Una elección que implica abordar cómo nos entendemos, qué símbolos y aspiraciones nos identifican, y de qué forma esperamos que las instituciones se relacionen con nuestra cultura; también una elección para orientar las exigencias fundamentales que deberían ser concedidas a todo miembro de esta comunidad política, así como los mecanismos y alternativas para cumplirlas. Son esas preguntas las que en alguna medida engloba aprobar o no el texto presentado por la Convención Constitucional.

Pero estamos también expectantes porque, sea cual sea el resultado, seguiremos en tiempos inciertos. Todo parece indicar que poco tendrá de salida este plebiscito. Si gana el Rechazo, habrá que continuar el proceso de cambio constitucional, sacando las lecciones que corresponda, pero sin olvidar el mandato ciudadano que pidió una nueva constitución hace dos años. En caso de ganar el Apruebo, a su vez, no solo habrá que iniciar una compleja (y disputada) implementación del nuevo texto, sino también acordar –con una polarizada y fragmentada clase política– reformas inmediatas que algunos de los más insignes defensores de la propuesta han reconocido como ineludibles. 

No se suponía que las cosas fueran así. Ese casi 80% que votamos apruebo en octubre de 2020, confiábamos en que al final del ciclo seguiríamos en el mismo lugar: apoyando el texto ofrecido, no por perfecto, sino porque lograba convocar transversalmente y nos abría un camino de reconstrucción estable y duradera. El dilema terminó siendo muy distinto. O tendremos que empezar de nuevo el recorrido (aunque el aprendizaje acumulado debiera ayudar), o bien echar a andar transformaciones estructurales que no convencen a grandes mayorías, ni garantizan la contención de activos y graves conflictos. El mayor problema es que estamos cansados, agobiados por dificultades acuciantes que poco y nada tienen que ver –al menos en lo inmediato– con el problema constitucional, frustrados también con una política que no ha sabido saldar su fractura. 

Esa es la deuda principal de nuestra institucionalidad, y es una razón más, quizás la más determinante, que explica nuestra expectación. Porque esta es una elección que también evaluará el papel cumplido por una instancia a la que se le pidió liderar la canalización en paz de la crisis más profunda que hemos vivido desde el retorno a la democracia. Eso significó hace ya casi tres años el acuerdo de los partidos que inició este esfuerzo: la apuesta por que la política podía seguir siendo la instancia legítima de mediación de nuestros más agudos conflictos. Nos inquieta que los resultados de hoy nos vuelvan a enfrentar a la duda trágica que tuvimos en octubre de 2019, cuando pensamos, aunque fuera por un instante, que esa política no daba abasto.

Por eso importa tanto ir hoy a votar; por eso importa tanto reconocer y respetar los resultados, así como cuidar a las instituciones que hacen posible este hito democrático. Por eso importa que la clase política sepa unirse para confirmar que la vía pacífica para enfrentar nuestras disputas sigue disponible, confirmada en el acto más básico y también más distintivo de nuestras democracias: un voto donde nos encontramos en la preocupación y cuidado de un destino que, por más diferencias que tengamos, es común y compartido.