Columna publicada el domingo 11 de julio de 2021 por El Mercurio.

“Es incoherente celebrar el proceso constituyente y al mismo tiempo pretender tratar, sin más, como delitos a los hechos que lo hicieron posible. Esos hechos fueron necesarios para abrir el proceso constituyente”. Con estas palabras, Fernando Atria ha intentado justificar la declaración de una mayoría de convencionales que demanda a los poderes constituidos acelerar el proyecto de indulto a los “presos de la revuelta”. El argumento revela todas las ambigüedades que envuelven nuestro proceso constituyente, y su intención es clara: dotar al momento actual de una nueva legitimidad que no dependa de la anterior —más aún, que rompa con ella—. Por eso, se permite afirmar que los delitos no son delitos, sino otra cosa: el inicio de un camino glorioso. En otros términos, el 18 de octubre es sagrado.

Quizás resulte útil recordar que este tipo de razones ya ha sido aducido en la historia de Chile. Pocas semanas después del 11 de septiembre de 1973, un joven Jaime Guzmán redactaba un memorándum dirigido a la Junta de Gobierno. En él, intentaba convencer a los uniformados de la necesidad imperiosa de refundar. Según él, solo “la creación nueva” podría darle “sentido suficiente” a la intervención militar; y solo esa creación ex nihilo estaría en condiciones de “modificar los criterios con arreglo a los cuales se enjuician los hechos”. Como puede verse, y guardando las proporciones de cada situación, la preocupación de Atria es idéntica a la de Guzmán: ¿cómo justificar hechos que la antigua legitimidad considera ilícitos? Pues bien, fundando una nueva legitimidad, que descanse en la vinculación (necesaria) entre los delitos cometidos y el proceso constituyente. Como sugería Maquiavelo, comentando el asesinato de Rómulo a su hermano: si el hecho lo acusa, el resultado lo excusa.

En virtud de lo anterior, esta discusión se conecta directamente con el debate de los dos tercios. Si el origen inmediato del proceso es la violencia y no el acuerdo del 15 de noviembre, entonces la Convención no tiene por qué atarse a dicha regla. Así, volvemos nuevamente a la misma discusión: ¿en qué medida puede decirse que la Convención sea efectivamente soberana? Si aún no lo es, ¿cómo impulsar una dinámica que permita ese acontecimiento radical, que nos permitiría romper definitivamente con nuestro pasado y abrir, de una buena vez, el futuro radiante?

Este trasfondo permite comprender que los argumentos no tienen, en esta discusión, ninguna importancia. En rigor, no estamos frente a una deliberación política, sino frente a un esfuerzo por fundar. Por lo mismo, importa poco que todos los organismos competentes hayan afirmado, una y otra vez, que en Chile no hay presos políticos; ni que los eventuales beneficiarios de la medida hayan sido protagonistas de saqueos, incendios, agresiones y tenencia de armas y de drogas. Todo aquello es irrelevante. Se dice que el objetivo es la paz social pero, en ese caso, habría que incluir por ejemplo a las fuerzas de orden que no hayan cometido delitos graves (como cualquier amnistía). La fundación, intrínsecamente maniquea, no admite algo así. No sorprende en este contexto que, en un extraño caso de racismo invertido, se haya sumado a la demanda a los mapuches condenados en la macrozona sur en los últimos ¡veinte años! Las víctimas de esa violencia, desde luego, no caben en el nuevo orden —son las nuevas exclusiones.

Sin embargo, subsiste una dificultad importante. En efecto, hay una contradicción demasiado notoria como para pasarla por alto. Recordemos que la principal crítica a la Constitución vigente atiende a su origen: pese a todas sus reformas, se arguye que es el texto de un bando, que se instauró un régimen sin considerar a los disidentes. Si aplicamos la misma lógica, debe decirse que el proceso actual se expone a la misma crítica. En concreto, todos los que marcharon pacíficamente, todos los que no están dispuestos a suscribir ninguna apología de la violencia, todos quienes creen en las virtudes del diálogo racional, en suma, todos quienes no profesan la religión octubrista, no podrán reconocerse nunca del todo en un orden cuyo primer momento sacraliza esos delitos. Esto podrá tardar más o menos tiempo —meses, años, decenios—, pero se habrá incurrido en el mismo error. La imitación del gesto guzmaniano no permite liberarse de sus categorías. En ese sentido, no estaremos tanto saliendo del ciclo iniciado en 1973, como entrando en un nuevo episodio tributario de ese momento. Un segundo esfuerzo por refundar Chile no puede sino ser una imitación del primero: no es posible salir de ese círculo. Sería, paradójicamente, un nuevo triunfo de Jaime Guzmán.

Llegados a este punto, la gran pregunta es si acaso la izquierda democrática se prestará para este juego, que radicalizará nuestros antagonismos en lugar de sanarlos. Todo indica que el verdadero eje de esta Convención no estará dibujado entre izquierda y derecha, sino entre dos izquierdas. Una de ellas cree que la democracia conlleva la idea de límites al poder y que es imposible fundar un orden libre sin tener ese dato a la vista. Otra izquierda sostiene que la soberanía popular —cuyo ejercicio siempre se arrogan unos pocos iluminados— no admite límite alguno. En esa lógica, todo borde constituye un amarre inaceptable a la voluntad soberana. Para desgracia de muchos, y como lo sabe cualquier lector de Carl Schmitt, la disyuntiva carece de puntos intermedios.