Columna publicada el domingo 4 de septiembre de 2022 por El Mercurio.

Uno de los rasgos más característicos del escenario político de las últimas décadas ha sido su rigidez. De algún modo, el gran eje quedó fijado ese 5 de octubre de 1988, y prácticamente no se movió. Por cierto, no faltaron los intentos por romperlo, pero nunca excedieron los casos puntuales sin efectos de largo alcance. Más allá del resultado del plebiscito, puede pensarse que la campaña ha marcado un punto de inflexión en esta materia. Por primera vez, un grupo importante de personeros de centroizquierda se alineó de una manera distinta, desafiando a los más radicales. Los nombres involucrados son cualquier cosa menos irrelevantes: un expresidente de la república, una pléyade de exministros, parlamentarios retirados y en ejercicio, y la lista podría seguir. Mi impresión es que este es el gran hecho político de los últimos meses. Después de todo, hace menos de un año los herederos del “No” se cuadraron con Gabriel Boric en la segunda vuelta presidencial. ¿Cómo explicar este cambio de actitud?

Desde luego, un primer motivo guarda relación con el comportamiento de la Convención. El proyecto de nueva Carta Fundamental posee un marcado tinte refundacional. La Constituyente operó desde una crítica al proyecto histórico de la Concertación, que fue visto como un (mal) remedo del pinochetismo. Así las cosas, no había nada que rescatar en los mentados “30 años”. Este hecho elemental explica la posición asumida por Ricardo Lagos, quien comprendió que su trayectoria estaba en juego. Con toda lógica, se negó a contribuir a la demolición en regla de su propio legado. La traducción práctica de este sentimiento de superioridad fue que los sectores dominantes de la Convención no tuvieron ningún interés en integrar a los moderados de centroizquierda. El proyecto de nueva Constitución es, en definitiva, el resultado de un acuerdo entre las izquierdas más radicales —la inclusión del colectivo socialista obedece a razones de pura necesidad aritmética—. En ese contexto, lo extraño habría sido que aquellos que (aún) se identifican con la obra de la Concertación se hubieran sentido convocados por el Apruebo: nadie nunca se interesó en convocarlos.

Un segundo motivo que explica el reordenamiento tiene que ver con el nuevo ciclo iniciado el año 2011. La generación que nació al alero de las movilizaciones estudiantiles —la misma que hoy detenta el poder— nunca escondió su aspiración de romper los esquemas de la transición y reconfigurar el escenario de punta a cabo. En concreto, les molestaba de sobremanera la alianza de la izquierda con el centro, ya que —según ellos— implicaba demasiadas concesiones. Pues bien, lo menos que puede decirse es que la empresa del Frente Amplio fue un éxito total. En ese contexto, lo que está ocurriendo no tiene nada de sorpresivo: los más jóvenes hicieron todo lo posible por dividir aguas con el viejo mundo. El hecho de que necesiten sus votos el día de hoy no debe hacernos perder de vista esta cuestión fundamental: la identidad del FA se funda en la distancia irreductible con sus mayores.

Cabe consignar un tercer elemento para explicar este movimiento tectónico: la postura respecto de la violencia. Si algo marcó el origen de la Concertación —en los años 80— fue la exigencia de Patricio Aylwin en orden a excluir a todos aquellos que, de un modo u otro, validaban la fuerza como método de acción política. La polémica alusión a la campaña del “No” en la franja del Rechazo quizás no fue tan descaminada. Dicho de otro modo, la violencia abrió una brecha colosal, imposible de cerrar, entre quienes se han mostrado abiertos a justificarla y aquellos que se niegan a jugar en esa cancha. El núcleo (y la grandeza) del aylwinismo consiste precisamente en esto: en política, los medios nunca son indiferentes. Habría que ser muy ingenuo para negar que la crítica del Frente Amplio a la transición incorpora este aspecto.

Ahora bien, la pregunta que surge naturalmente es qué consecuencias de mediano y largo plazo puede tener este reordenamiento. Por de pronto, el gobierno de Boric pagará un alto costo: el nuevo esquema que tanto impulsaron los condena a carecer de mayorías parlamentarias. Y aquí nos encontramos con la gran paradoja: el oficialismo quiere empujar grandes transformaciones, detesta la política de los consensos, pero no tiene manera alguna de llevar a cabo su programa sin negociar aspectos sustantivos. Una segunda dimensión, conectada con la anterior, es la siguiente. La centroizquierda por el Rechazo, al adquirir autonomía del oficialismo, tendrá plena libertad para articularse con la derecha en la cuestión constitucional. En otras palabras, en la discusión más importante que tendrá Chile en los próximos meses (y años), los herederos de la Concertación tendrán más razones para llegar a acuerdos amplios con la derecha que con el Frente Amplio, y con los satélites del PC. En temas tan centrales como sistema político, equilibrio de poderes, sistema judicial y plurinacionalidad, Ximena Rincón y Felipe Harboe estarán más cerca de llegar a acuerdos con Javier Macaya que con Marco Barraza y Fernando Atria. Dicho de otro modo, el nuevo mundo propugnado por el Frente Amplio bien podría terminar por dejarlos a ellos fuera de juego, tal como le ocurrió a la derecha después de la dictadura. Nadie sabe para quién trabaja.