Columna publicada el lunes 11 de abril de 2022 por La Segunda.

Esa es la gran pregunta que surge ante las últimas encuestas, las múltiples advertencias de moros y cristianos y, sobre todo, los plazos: en menos de tres meses la Convención será disuelta de pleno derecho (nunca fue soberana ni infalible). Y para responderla, hay que distinguir dos planos.

En cuanto a los contenidos, es difícil, pero no imposible, que se modifiquen ciertos elementos críticos por aquí y por allá. Así, el derecho preferente de los padres para educar a sus hijos se ha rechazado en varias ocasiones —y el informe que llega al pleno sigue sin reconocerlo expresamente—, pero el temor a las encuestas tal vez provoque un cambio de último minuto. Lo mismo podría suceder con el omnipotente Consejo de la Justicia, donde la propuesta todavía contempla una minoría relativa de jueces, pese a los reparos generalizados que despierta su previsible politización. En esos y tantos otros temas, como las autonomías territoriales, el tratamiento de la minería o el derecho al aborto ilimitado y sin objeción de conciencia alguna, quizá veamos correcciones puntuales. Quizá.

Pero en cuanto a la fundamentación y la narrativa, en cambio, la suerte parece echada. Es muy revelador que desde la centroderecha hasta el PS deban sufrir con sangre, sudor y lágrimas para conseguir (a veces) la consagración de libertades, principios e instituciones elementales a la luz de la trayectoria política chilena. Las nuevas izquierdas, presas de soberbia y borrachera electoral e identitaria, han sido incapaces de articular un proyecto con vocación de mayoría. Es evidente que el resultado del plebiscito hoy es incierto, pero este solo hecho confirma que el proceso, salvo un milagro, ya frustró su propósito de generar nuevos consensos de alcance nacional. Y ese era el desafío: traducir el Acuerdo de noviembre y el casi 80% del Apruebo de entrada en un pacto constitucional duradero y transversalmente legitimado.

Este inquietante escenario —la Convención arriesga el mayor fracaso político del Chile posdictadura— es lo que seguramente llevó a Ricardo Lagos a sacar la voz. Cuando defiende el Senado y cuestiona la plurinacionalidad en curso, el expresidente reivindica ni más ni menos que la historia larga de nuestra república. Y cuando recuerda que la Constitución vigente lleva su firma, no sólo honra las reformas del año 2005, sino también los vilipendiados 30 años y la reconstrucción democrática que protagonizó la centroizquierda. Todo lo cual —he aquí el quid del asunto— ha sido sistemáticamente denostado por Loncon, Quinteros, Bassa y muchos más (también por el Presidente Boric y su caricatura según la cual “cualquier resultado será mejor” que el de “cuatro generales”). ¿Es posible, con esas premisas y mirada de la historia, rectificar?