Columna publicada el jueves 4 de agosto de 2022 por Ciper.

Sobre El curso que hice al revés (Laurel, 2022), del académico Ignacio Álvarez: «Todo el conjunto está, afortunadamente, lejos de las jergas de especialistas y del lenguaje aséptico de la academia, y regado de términos coloquiales o populares que perfilan de manera nítida al ensayista.»  

Una de las tantas críticas que suelen dirigirse a los claustros universitarios —y que yo mismo he realizado más de una vez— guarda relación con la imposibilidad de algunos académicos de hablarle a un público relativamente amplio. No digo que investigadores de distintas áreas deban estar debatiendo en matinales o programas afines, pero a ratos se echa de menos que los especialistas tengan también  la capacidad de hablar más allá de la propia capilla. En esa línea, para los fanáticos de la literatura no cabe sino celebrar con aplausos la aparición de El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor, en el que el investigador y docente de la Universidad de Chile Ignacio Álvarez consigue tender un puente entre su oficio académico y el gusto general por la literatura.

El libro está compuesto por una treintena de ensayos breves que abordan las distintas preocupaciones de su autor: si bien hay una especial atención a la literatura chilena, también está su lúcida mirada sobre el traductor de Melville al macedonio; la novela A lo lejos, de Hernán Díaz; su descubrimiento de El señor de los anillos o distintas anécdotas en el aula o alrededor de los libros. Se corona, eso sí, con un texto algo más largo y de naturaleza distinta, acerca de las operaciones básicas de los estudios literarios. Todo el conjunto está, afortunadamente, lejos de las jergas de especialistas y del lenguaje aséptico de la academia, y regado de términos coloquiales o populares que perfilan de manera nítida al ensayista. En este sentido, encontrarnos con un lector al que «le cae la teja» o que queda «turulato»; que busca «el cuesco de la literatura», que lee los clásicos «de puro metido» o que habla de un personaje de Martín Rivas como un tipo «un poco leso» no hace sino expresar en un lenguaje habitual lo que todo lector experimenta en el simple ejercicio de la lectura cotidiana.

Hay en El curso que hice al revés una enorme devoción por el arte de la palabra: «Toda la literatura se trata de comunicar una experiencia que el lector no conoce. […] Los libros hablan, por definición, de lo que le ocurrió a otra persona que no somos nosotros. Eso es la literatura. Ese es su valor. Por eso la leemos, por eso se la escribe, por eso se la traduce».

Sin embargo, es una devoción excéntrica: no suscribe todos sus credos ni se arrodilla ante cualquier santo, sino que busca reconocer el valor de sus postulados y, al mismo tiempo, ser consciente de la dificultad de emitir un juicio estético. Cuando habla, por ejemplo, en defensa de los clásicos o del canon no tiene problema en observar con distancia sus propias opiniones, las que expone con total libertad, sabiendo que todo intento de fijar esos conceptos está condenado al fracaso.

A partir de la última novela de Emanuel Carrére, Yoga, Álvarez aborda uno de los temas candentes de la literatura actual: el estatuto de la ficción cuando ella busca, por todos los medios, colarse en la realidad. Describe los desafíos éticos que se abren frente a un arte que cruza al «mundo real», como cuando el francés incluye en sus obras a personajes reconocibles de carne y hueso (su exmujer, entre ellos). Aunque construya un artificio, la literatura no es propiamente la realidad, y debe tomar en cuenta algo más que sus propias reglas autónomas de objeto artístico. Como dice el autor hablando de nosotros, hombres y mujeres contemporáneos: «No podemos sino ser ficciones […]. Lo que ha cambiado, a fin de cuentas, es la textura de la que están hechas las personas. Somos cada vez menos algo que se puede oler, tocar y gustar, y cada vez más palabras, imágenes». En un mundo digitalizado, en el que interactuamos por medio de redes sociales y asistimos a reuniones y a clases por videollamadas, no cabe duda de que somos, en parte, imágenes y palabras. Pero, me atrevo a añadir, no somos solo eso, y la literatura justamente nos ayuda a iluminar y a orientarnos en ese ‘más acá’ de esas imágenes que nos componen.

Álvarez destaca una y otra vez la preponderancia de la imaginación para comprender el lugar que ocupa la literatura. Está, por un lado, la «comunidad imaginada» de la que habla Benedict Anderson, y que Álvarez desglosa en su profunda lectura de la novela chilena: desde Alberto Blest Gana a Isabel Bustos, pasando por Baldomero Lillo, Carlos Droguett, Manuel Rojas y Cristián Geisse, entre muchos otros, va describiendo aquello que creemos que ha dado forma, en distintos momentos de nuestra historia, a la nación chilena, las «imágenes complejas acerca de lo que somos. No los individuos ni los territorios en sí, sino el modo en que los individuos se imaginan a sí mismos y a sus conciudadanos». Así, nos ilumina lo distinto que es el Chile criollo de Latorre, proletario de Nicomedes Guzmán o cosmopolita de Edwards, desgranando las consecuencias que tiene esa comprensión para la imagen que nos damos de nosotros mismos. Sin embargo, esa imaginación no es solo tarea de novelistas y poetas, sino de todo lector que ejerce una «labor creativa de primer orden» por medio del «diseño particular de la propia experiencia de lectura». Así, cualquiera que se sumerja en un libro dotará de significado al texto leído, un significado que excederá lo puramente literal y lo asomará, aunque tímidamente, a los terrenos de la creación.

Hay, por último, un punto que no me termina de cerrar en la lectura de Álvarez, acerca de la función del gusto en la literatura. Hablando de sus compañeros de curso que quedaban seducidos por la poesía de Baudelaire, describe el gusto como «esa inclinación que parece natural, ese saber que antecede al saber. El gusto, esa marca de distinción. Qué odioso es el gusto. Recuerdo que los miraba y al mismo tiempo me prometía no dejarme seducir nunca por el gusto de nadie, nunca, y evitar también sentirme autorizado por mi propio gusto. Me juré que intentaría explicármelo todo, conocerlo todo, formalizarlo todo. Que nunca asentiría sin comprender».

No cabe duda que el gusto puede servir, siguiendo a Bourdieu, como un puro mecanismo de distinción. De ahí la importancia de la lectura atenta, el análisis riguroso y la interpretación creativa, como destaca el autor en su último ensayo. Sin embargo, ¿queremos desterrar del todo el sentido del gusto a la hora de leer? ¿No es eso, justamente, lo que produce a ratos unos estudios literarios que diseccionan las obras como un cadáver ante un mesón de anatomía, matando, de paso, cualquier vitalidad original? ¿Es el gusto una pura marca de distinción, o puede ser, también, una posibilidad de dar espacio a la primera impresión que nos deja una obra bien pensada y ejecutada? ¿No puede acaso educarse el gusto literario por medio de la experiencia recurrente, del disfrute detenido de ciertos libros mejores y perdurables, buscando criterios para discernir cuáles son los elementos que lo vuelven un objeto de tales características? Hay, sin duda, ciertos elitismos que rodean la defensa del gusto a la hora de leer, pero depende de nosotros, quienes nos dedicamos a la literatura, hacer que prime la excelencia de la obra misma, y no un gusto ciego y que discrimine por razones ajenas a su objeto, como aquel que identifica el autor en su anécdota universitaria.

Estos apuntes de Ignacio Álvarez rebalsan entusiasmo por ciertos autores, lecturas y tradiciones estéticas. Servirán especialmente para quienes, sin tener formación en literatura, quieran orientarse en un campo cada vez más colonizado por los saberes especializados, donde la crítica periodística tradicional ha perdido terreno y donde la multiplicidad de voces no hace fácil la orientación. Así, por medio del cuidadoso análisis de diversos textos literarios, entrega criterios y puntos de referencia para que lectores de todo tipo puedan situar y situarse mejor. O, como dice a propósito de A lo lejos, esa reciente novela de Hernán Díaz que tanto lo entusiasmó: «Entender, mapear, explicar, darle sentido al mundo otra vez. Eso es lo que hace la novela». Sí. Esa novela en particular, pero también todas las (buenas) novelas cuando se las lee con atención y cuidado, como invitan a hacer estos excelentes ensayos.