Columna publicada el miércoles 24 de junio de 2022 por Ciper.

En medio de la profunda fractura que atraviesa al país, dos consensos cruciales se han ido consolidando. El primero consiste en la idea de un Estado social y democrático de Derecho, descrito como tal al inicio de la Propuesta de nueva Constitución (PNC) que se plebiscitará en unos días más. Aquella parte de la derecha que era reacia a la idea se ha ido acomodando a ella, incluso comprometiéndose con la misma para un proceso futuro. El segundo de estos consensos se refiere a los profundos problemas que posee el sistema político de la PNC. Una fracción de la izquierda hace un tiempo reacia a rechazar el proyecto de la Convención ha ido reconociendo que es precisamente la consideración a tal problema —entre algunos otros— lo que al fin vuelve a éste el camino más responsable.

Estos consensos no incluyen a todo el mundo, desde luego. Además, en ambas materias hay espacio para importantes controversias; sobre el significado e implicancias concretas del Estado social o sobre el alcance de los problemas en la parte orgánica del texto. Se trata de acuerdos importantes y que están relacionados entre sí: el atractivo de los derechos sociales choca no solo con serias dudas sobre su potencial financiamiento, sino también con la pregunta por cómo se organiza el poder para viabilizar la implementación de los nuevos sistemas de salud y seguridad social, por mencionar los dos ejemplos más emblemáticos. Del parcial consenso sobre todo esto no se sigue, sin embargo, que la parte «dogmática» de la propuesta sea como conjunto un texto razonable, y ese es un hecho al que debiéramos prestar creciente atención.

En efecto, aquí no solo surgen preguntas por el modo en que se busca constitucionalizar materias morales en disputa (como en el elocuente caso del aborto como «derecho»). Casi igualmente llamativa es la incapacidad del texto para abordar materias en torno a las que sí hay consenso de un modo que permita consolidarlo en lugar de alienar a los ciudadanos. Un ejemplo importante se encuentra en la discusión sobre el medioambiente. En torno a ella caben, por cierto, diversos acentos, pero no existe una fractura que divida al país, y por eso había en esta materia una gran oportunidad para llegar a fórmulas de consenso que contribuyan a su protección. En lugar de formular su cuidado en términos accesibles a todos, sin embargo, la mayoría de los convencionales se inclinó por defender tal cuidado bajo la singular idea de «derechos de la Naturaleza».

Cabe notar que una fórmula como esa se aleja de prácticamente toda la tradición intelectual occidental, que siempre ha entendido que quienes tienen derechos son los seres dotados también de ciertos deberes. Se puede adherir, desde luego, a teorías recientes que disputan esta posición, pero eso es bastante distinto de instalar tal aproximación en la Constitución. Como si esto fuera poco, esta fórmula se invoca no solo en los artículos expresamente dedicados al medioambiente, sino incluso al tratar los fines de la educación (entre los que se incluye el «respeto por los derechos humanos y de la naturaleza»; art. 35.3). Así, y en una interpretación estricta, ni siquiera cumpliría con esos fines el colegio que enseña el cuidado del medioambiente bajo otra lógica (como la de los deberes humanos respecto de la naturaleza o respecto de futuras generaciones), sino solo el que adhiere a esta peculiar teoría de los derechos de la Naturaleza. Es inevitable preguntarse, entonces, qué importaba más a los convencionales, si el cuidado de la Naturaleza o el convertir sus teorías favoritas en doctrina oficial.

Otro tanto cabría decir sobre el modo en que la política identitaria se encuentra plasmada en el texto. Pero sea que tratemos de ella, de las aventuras del pensamiento decolonial o de un Estado que promueve una versión particular de «el buen vivir», un mismo fenómeno parece saltar a la vista: este es un texto que no admite su apropiación por parte de distintas visiones de mundo. Es un lugar común, en efecto, que toda Constitución estará más o menos inspirada en alguna visión general de la realidad, pero es cuestión de elemental sabiduría que esa visión luego debe retroceder; que sirviendo de inspiración evite estar explícitamente presente en un texto que así otros podrán acabar haciendo suyo.

El punto merece ser puesto de relieve tanto de cara al plebiscito del 4 de septiembre como pensando en un eventual próximo proceso. Un reencuentro en el plano constitucional pasa no solo por la revisión del sistema político, el sistema de Justicia o la plurinacionalidad. De lo que se trata es de articular un pacto constitucional ampliamente compartido: un pacto que no solo asegure el pluralismo, sino que también aborde las preocupaciones que nos son comunes de un modo que todos lo podamos hacer efectivamente nuestro.