Columna publicada el miércoles 13 de julio de 2022 por CNN Chile.

Estos días he vuelto a revisar las cosas que se escribieron para el plebiscito de entrada. Muchos defendimos la idea de que era un proceso que recién comenzaba, que requeriría de grandes esfuerzos para cuidarlo de las voces más maximalistas que ya entonces aparecían, que se necesitaría de mucha mesura y trabajo para que la redacción de una nueva constitución fuera exitosa. Su éxito se mediría principalmente de dos formas: la calidad de la propuesta y si acaso el proceso en sí serviría como punto de partida para comenzar a salir de nuestra crisis

El devenir de la Convención dejó deudas en ambos sentidos. El proceso estuvo lejos de cumplir las expectativas ciudadanas, y el texto ya ha sido objeto de numerosas críticas desde casi todos los sectores por sus evidentes deficiencias en aspectos fundamentales. De ahí que hoy el voto “para reformar” esté tan en boga, cuando no se trata de un rechazo a secas a lo hecho por los convencionales.

Uno de los motivos de esta distancia fue que muchos convencionales prefirieron hablar en clave octubre de 2019. Era razonable tratar de incorporar parte de lo que emergió durante el estallido, pero lo cierto es que tanto el proceso como el resultado parecen quedar circunscritos a las lógicas extraordinariamente particulares de aquel periodo. Por lo mismo, dejaron fuera a todos quienes no comulgaban con ese verdadero credo (pienso en la entrada principal a la estación Baquedano, convertida en un santuario secular al Perro Matapacos, privatizada a todo el resto de la ciudadanía), pero también a quienes el paso del tiempo fue desafectándolos, a todos aquellos que perdieron el fervor o la confianza en el tono que marcó esos meses. Contra lo que aconsejaría un mínimo de prudencia, los convencionales doblaron la apuesta, transformando el espacio de diálogo constituyente en un escenario de performances lamentables. La altisonancia con la que muchos hablaron y plantearon sus propuestas tenía muchas semejanzas con aquel octubre: un collage poco armónico, con tantas demandas como participantes, sin mucha coherencia más que el malestar y la denuncia.

De ahí que estemos ante un texto de un marcado cuño octubrista, visible en muchos ámbitos. Un ejemplo es la cantidad de banderas que aparecen clavadas en el texto, desarrolladas con un nivel de detalle que vuelve bastante difícil la deliberación política, y otras que quedan como amplios y vagos mandatos. Es cierto que el texto se remite en muchas ocasiones a una ley futura, pero también es cierto que delimita el sentido en que ésta puede ser discutida. Sucede, por ejemplo, con el aborto: nunca se habla de una causal o plazo en el texto, pero sí impone un mandato progresivo para que el legislador lo regule. También denota octubrismo la idea de pensar el mundo en categorías protegidas, sin poder proporcionar un espacio común entre ellas: adultos mayores, niños y niñas, pueblos originarios, profesores y profesoras, personas neurodivergentes, mujeres, o disidencias sexogenéricas. La fragmentación identitaria también implica una renuncia a la idea de la constitución como un proyecto compartido de país, y se restringe a las particularidades en muchos casos. 

Los derechos sociales también se nos muestran como un catálogo poco armónico, con más intenciones declarativas que operativas. Se elimina el estado de excepción de emergencia, herramienta a veces dolorosamente necesaria para cautelar el orden en momentos de desborde institucional. Las policías quedan entregadas a leyes simples, abriendo la posibilidad de tener policías a todo nivel autonómico.

En sistema político también impera el aire octubrista. Los partidos políticos, defenestrados por su impopularidad, desaparecen del texto. Fernando Atria dijo que el reemplazo de los partidos por las organizaciones políticas era una especie de castigo, una ausencia que sería como “una cicatriz que nos recordará lo dañino de una política neutralizada”, con una función pedagógica. De mejorar su regulación o establecer estándares más altos, nada. Bien decían los convencionales en la última jornada de votaciones: el pueblo unido avanza sin partidos.

Todo esto se pudo haber elaborado mejor. Es cierto que las constituciones son textos desarrollados en contextos difíciles, muchas veces al calor de la protesta, lo que vuelve difícil que sea un texto perfecto. Con todo, su gran desafío es trascender esos momentos y proyectarse hacia el futuro, no quedar anclados en el momento de su génesis. Por el contrario, el trabajo de la Convención no ha hecho sino multiplicar las indignaciones y los dolores hacia el sistema político. Hoy, a más de un año de iniciado el proceso, la ciudadanía se enfrenta a un texto distante, en el cual no se reconoce. Puede que todavía gane el apruebo pero, a pesar de todo, no será sino un mal menor, una oportunidad lejana y desperdiciada.