Columna publicada el 26.01.19 en La Tercera.

Algunos dicen que Chile es un país donde nada se hace bien. Sin embargo, hay diversos ejemplos de lo contrario. Uno de ellos es nuestro sofisticado manejo del eufemismo. La comunicación honesta y directa es rara entre nosotros. Ya decía Raúl Ruiz que todo chileno habla exclusivamente entre comillas. Recordemos sino el famoso “hagamos un asado” de Plan Z.

La realidad directa nos ofende. De ahí nuestro abuso del diminutivo, como si el sustantivo puro violentara. Comemos pancito, tomamos cafecito. Gepe invita un desayunito. En fin. Lo mismo pasa con nuestro debate político. Nuestras facciones siempre están hablando de lo mismo -desigualdad económica-, pero nunca lo hacen directamente, sino que a través de todos los demás temas, y siempre con ejemplos sentimentaloides y edulcorados.

El caso educacional es quizás el más patente. Llevamos desde el 2006 discutiendo sobre educación preescolar, escolar y universitaria, sin haber dicho casi nada sustantivo al respecto. Los asuntos realmente tratados han sido quién paga, cómo se entra y cuáles son los atributos del controlador o dueño. Cuánto Estado y cuánto mercado, y siempre apelando al niño ejemplar, esforzado, cojo y pobre. Las últimas semanas, de hecho, el debate se asemeja a una discusión sobre cómo repartir los botes salvavidas de un barco que se hunde donde hay solo uno de estos botes por cada 10 pasajeros, cuando el deber de los políticos debería ser evitar que se hunda el barco.

Vale la pena preguntarnos, entonces, si la educación merece algún espacio real aparte de nuestra eterna discusión sobre desigualdad económica. ¿No sería bueno, por el bien de ambas, separarlas? Después de todo, disminuir la desigualdad y mejorar la calidad de nuestra educación son cosas distintas, aunque se topen en algunos puntos. Entender lo que leemos y manejar aritmética básica, por ejemplo, puede no llenar bolsillos, pero nos abre el mundo, y el 80 por ciento de los chilenos no maneja bien esas habilidades.

Hasta ahora, han primado visiones materialistas y deterministas de la educación. Por eso se la despeja rápido del debate. Los “expertos”, primero, dijeron que por el “efecto pares”, distribuir a los niños de mejor rendimiento por los distintos colegios era como distribuir gotas de cloro en baldes de agua contaminada. ¡Santo remedio! Sin embargo, ni tratar a esos niños como una tecnología estatal es ético, ni tal maravilloso efecto parece existir. Luego, los mismos “expertos” dijeron que todo esto era un tema estructural. Que los colegios en realidad no aportaban nada, y todo el asunto era de reproducción de clase. En otras palabras, que la educación daba lo mismo. Y aunque es cierto que mucho del asunto se juega en la casa, que el sistema educacional es parte (solo parte) de los mecanismos de reproducción de clase y que las estructuras sociales pesan, ¿en eso se resume todo el potencial humano? ¿Son las instituciones educacionales meros corrales clasistas?

Solo si conversamos sobre educación directamente, sin eufemismos, podremos construir una agenda y un horizonte educacional digno de ese nombre. ¿Qué es educar? ¿Para qué educamos? ¿Cuánto se juega en los primeros años? Y así. Por ahí debería ir la cosa. La cosita.