Columna publicada el sábado 20 de noviembre de 2021 por La Tercera.

La costumbre cristiana de orar en misa por las autoridades de este mundo se remonta al pasado distante de la fe. Fueron profetas judíos los que pidieron rezar por Babilonia y cumplir sus leyes, aceptando la servidumbre impuesta como castigo por sus pecados. Y fueron los representantes de ese mismo pueblo quienes acordaron con las autoridades romanas hacer ofrendas a YHWH por el bien del César, en vez de adorarlo.

Esta petición, entonces, no es un signo de sumisión total de la Iglesia a los poderes temporales. Marca una distancia y señala los límites de su autoridad. Sólo Dios es Rey, y todo poder en este mundo es otorgado por Él en custodia. Los custodios prestan un servicio y deberán responder por sus actos.

¿Cual es este servicio? Consolidar un orden que celebre lo más que se pueda la creación, y que facilite el tránsito pacífico por este mundo de la comunidad de salvación cristiana. Con este fin se busca la paz temporal, que se construye y resguarda con los medios toscos y defectuosos que tenemos a mano. Vivimos en un universo dañado, aunque no destruido, por el pecado original: todo aquí existe en la medida de lo posible y luego perece. Con materiales degradados podemos fabricarnos refugios, no palacios.

Si olvidamos estos hechos, caemos fácilmente en la adoración del poder temporal. En tratarlo como si fuera el teatro definitivo de la realización humana, en vez de un arreglo precario y provisional. De ahí vienen las dos formas desordenadas de la pasión política: el fanatismo ideológico -la pretensión de soluciones finales en un mundo que sólo sustenta acomodos enclenques y cambiantes- y el deseo de dominación.

Los voluntarismos políticos, individuales (progresismo liberal) o colectivos (progresismo socialista), están viciados por este olvido. Pero también aquellos conservadurismos que idealizan el statu quo o añoran pasados imaginarios. Todos ignoran en alguna medida a Dios, pues idolatran cosas caídas. Y suelen, por lo mismo, terminar persiguiendo al pueblo de Dios, que les recuerda su farsa.

Mañana domingo terminará la primera etapa de las elecciones más sucias, odiosas y vacías desde el retorno a la democracia. Una élite política polarizada, mezclada con chantas (como Karina Oliva, entre otros candidatos piramidales), demagogos y faranduleros varios, buscará los votos de un país cansado. Pero no sólo estarán abiertas las urnas, sino también las iglesias, y lo ideal sería asistir a ambas.

El templo, de hecho, es más importante: ahí no tenemos que elegir entre lo malo y lo peor, sino simplemente ponernos en presencia del Señor y pedirle lo que dudosamente merecemos. Perdón por nuestros pecados y misericordia por el mundo. Humildad para nosotros y nuestros representantes. Paz en la tierra. Y gobernantes custodios que no olviden ni la existencia del pecado original ni su perdón por intermediación de Cristo.

Todo el mundo está invitado a la Iglesia. Incluso quien no crea en Dios puede ir con esperanza incierta o a pedir fe. Y si les da vergüenza, baste recordar que no nos sonrojamos al ir a votar, a pesar de que las opciones reflejen y adulen con brutal transparencia nuestros vicios compartidos, que son los que tienen a Chile en las cuerdas.