Columna publicada el martes 16 de marzo de 2021 por La Tercera PM.

Llamamos “civilización” a las formas de existir que permiten un alto nivel de desarrollo de las capacidades humanas. Chile, en este sentido, no es un país civilizado: ni física, ni intelectual, ni moral, ni artísticamente podríamos decir que somos poseedores y reproductores de fórmulas de excelencia. Tenemos, sin embargo, retazos de fórmula que nos han granjeado siempre alguna admiración en el concierto latinoamericano: un relativo respeto por la ley y un relativo respeto por la vida. Consolidamos antes y mejor que todos nuestros vecinos un Estado soberano, gracias a que no sucumbimos al caudillismo militarista disfrazado de federalismo. Tenemos procesos electorales transparentes y ejemplares. Tenemos fuerzas armadas capaces. Tuvimos la mejor historiografía del continente. Y a ello se sumó últimamente, de manera turbulenta, un modo de existencia económico que ha producido una enorme riqueza y una transformación profunda de nuestra estructura social.

Hemos hecho cosas bien. Nuestra historia no son puros naufragios y horrores. Nunca fuimos una republiqueta, mal que le pese a victimistas, imbunches y eunucos. El enorme éxito en el proceso de vacunación que vamos conquistando, así como la reconstrucción post terremoto y tsunami, es tanto herencia del pasado como gestión del presente. No recibimos una despensa vacía al venir al mundo como chilenos. Por lo mismo, tampoco tenemos tanta cancha para jugar a ser unos pobrecitos. Tenemos el deber de heredar algo igual o mejor a los que vengan. De acercarnos un poquito más a logros civilizatorios reales. Y la cosa no está fácil.

El presente nos ha puesto frente a un enorme desafío. Es necesario movilizar toda esta herencia, todos nuestros retazos de civilización, para darle cabida a una nueva clase media que porta un modo de ser que resulta medianamente ajeno a todas las clases sociales del pasado y sus herederos. Para ello necesitaremos liderazgos potentes, con visión de Estado, y consensos básicos en cuanto a prioridades y dirección de nuestros esfuerzos colectivos. Es eso o la lucha de clases, signo estéril de la descomposición social, y que puede terminar en gobiernos autoritarios.

La pregunta es de dónde sacamos fuerzas y liderazgos para llevar adelante esta tarea.

Este tipo de procesos siempre han sido traumáticos, incluso cuando salen bien. La gracia de que las clases dominantes estudien historia clásica es, en parte, volverlas más humildes. La historia es un cementerio de élites, es cierto, pero no todas las élites son iguales. En su herencia se reconoce su valor. Y la arrogancia ha sido siempre su peor consejera, la gran estropeadora de legados. Hoy esa arrogancia se destila y trafica con otro nombre: el de meritocracia. No hablo de la valoración del mérito, que es algo muy positivo y sano, sino de la adulona convicción de que los ganadores no le deben nada a nadie. Que el ganador se lo debe llevar todo. Que quien está en la cima lo merece con esa intensidad heroica que fulmina toda atadura social.

Esta convicción antisocial se replica, finalmente, hacia abajo. La dictadura militar quiso curarnos del fanatismo ideológico que amenazaba con destruir el país, pero el civismo se fue también por la borda. Por usar un lugar común, es fácil reconocer hoy a quienes fueron educados en hogares donde todavía se hablaba de religión, historia y política en la mesa. Y también es fácil reconocer la discontinuidad, la interrupción. Hay generaciones completas profundamente idiotas, en sentido griego. Ajenas al civismo que debe conducir la vida pública. Ciencuentones, por ejemplo, que se comportan peor que adolescentes. Jóvenes de la transición, como decía Plan Z, que siguen transiciendo. Poseros eternos, estetas, extremistas. Gente que llegó muy tarde al espacio público desde esferas privadas donde eran amos, y que trajeron ese espíritu tiránico a la política, siendo capaces de actuar sólo como independientes absolutos pues no reconocen ninguna autoridad distinta a su propia voluntad.

Esa generación, la de los hijos castrados por los héroes de la transición, siempre me ha causado asombro y miedo. Nos han dado muchos de los mejores humoristas y artistas de nuestra historia. Pero vive presa de un deseo de poder y dominación insano y, para peor, reprimido, envuelto en discursos justicieros bobalicones cuya única función es el autoengaño. Nadie es más peligroso que quien se cree víctima. Quien jura de guata que el universo está en deuda con él, y reclama pistola en mano. Quien se identifica con lo más dañado de la sociedad sólo para vampirizarle legitimidad sacrificial.

(Perdón que mencione algo tan nimio para ilustrar mi punto, pero una vez vi en Twitter a un novelista y crítico de arte del Mercurio de 50 años conversando con una excantante de un grupo pop juvenil de unos 40 que, en su casa del barrio alto, creía estar siendo seguida por carabineros. El crítico clamaba al cielo, con una paranoia que hacía eco de asambleas universitarias delirantes. Si pasa algo ya sabemos quién fue. El diálogo duraba largos minutos. La heroína finalmente enfrentaba a sus supuestos persecutores. Andaban en patrullaje de rutina. Claro, así le dicen ahora. Como si fuera normal que los pacos anden por ahí en el barrio alto protegiendo la propiedad de quienes lo habitan. La cantante-heroína les había hecho ver que sabía a lo que venían. Ellos, en teoría, se habían intimidado. Estaban pillados. Huyeron. Ella respiró tranquila. Estuvo cerca. El cincuentañero mercurial de ínfulas guevaristas respiró tranquilo. Pero supo que las cosas tenían que cambiar. Que él, y nadie más que él, debía y podía cambiarlas. Hoy es candidato constituyente independiente-independiente con pocas chances objetivas. Ya está acusando, eso sí, fraude electoral).

Es evidente que esa generación no produjo ningún liderazgo político valioso. Carolina Tohá es lo más cercano a ello. Y eso es todo. A Elizalde y sus equivalentes funcionales le alcanzó para clavarles un puñal a sus tutores octogenarios. Pero nada más. La derecha digamos que ni lo intentó. La esfera privada estaba demasiado dulce.

¿Quién conducirá entonces nuestra república por los difíciles canales de la transformación social? Aquí viene la parte del miedo: la generación siguiente, que es la mía, ya ha jugado casi todas sus cartas. Y no parecemos tener algo mucho mejor que mostrar. Se ve menos trauma, pero no más horizonte ni capacidad de carga. Nos queda poca pista para hacer despegar el avión.

¿Qué se puede hacer? ¿De dónde sacamos adultos responsables? ¿Es posible generar un ambiente de responsabilidad cívica tal que los idiotas al menos simulen no serlo, como pasó con el acuerdo de noviembre de 2019? ¿Podemos jugar a dejar las disputillas fálicas y egocéntricas de lado un rato y tomarnos en serio la construcción de acuerdos sustentables? ¿Pueden dos generaciones consecutivas sanarse lo suficiente del dulce victimismo que las embriaga como para no terminar desarmando el país buscando llamar la atención? ¿Y si fracasamos, quedarán suficientes retazos de civilización desde los cuales las generaciones siguientes puedan tratar de armar algo que funcione? ¿Es posible que por creernos con derecho a todo le heredemos a los que vienen después que nosotros algo peor que nada?