Columna publicada el lunes 15 de noviembre de 2021 por La Segunda.

En vez de separar la paja del trigo y articular una reivindicación crítica de las últimas décadas, desde 2010 y 2011 impera en la centroizquierda una progresiva sumisión al diagnóstico y hasta la superioridad moral del Frente Amplio. Es elocuente la diferencia con los mejores momentos de la ex Concertación. En ellos, desde la renovación socialista de los años 80 hasta el triunfo de Claudio Orrego como gobernador de Santiago, es posible distinguir una centroizquierda digna de ese nombre, de aquellas fuerzas que explícita o soterradamente defienden “todas las formas de lucha”.

Ahora, en cambio, casi todos parecen soñar —cual Tomic 2.0— con la “unidad de la oposición”, cuyo último buque insignia es el héroe de las cuerdas vocales, Jaime Naranjo. En rigor, ya sea que hablemos de la acusación constitucional, el cuarto retiro o cualquier otro tema relevante, cuesta demasiado distinguir a los actores políticos de una u otra izquierda. Carolina Goic fue la (valiente) excepción que confirma la regla.

En este contexto, la gran pregunta es qué hará el mundo de centro y de derecha. Porque, al fin y al cabo, la disyuntiva se reduce a dos opciones: o se toman en serio las convicciones democráticas y las lecciones del Chile posdictadura; o se opta por el registro polémico, disruptivo y hasta nostálgico, como si se tratara de replicar las lógicas del PC, sólo que con un signo inverso.

De ahí la gravedad de las recientes declaraciones de José Antonio Kast. Por más singular que haya sido nuestra transición a la democracia, el mensaje político que transmitió JAK —su tono, sus énfasis, sus matices— es incomprensible. Y no se requiere ser de izquierda para advertir el problema.

¿Ejemplos? Gonzalo Vial no sólo integró la Comisión Rettig, sino que subrayó —en estas mismas páginas— que los detenidos desaparecidos son la mayor herida de nuestra historia. En una de sus últimas entrevistas le preguntaron por qué hablaba de dictadura y dijo con toda naturalidad no temer a las palabras, recordando lo obvio: la Junta concentraba todos los poderes. Incluso la UDI, en un documento que tiene casi dos décadas (“La paz ahora”) y que mantiene varias tesis históricas de ese partido, reconoció abiertamente que el dolor de los familiares de las víctimas impide “reestablecer la armonía necesaria entre chilenos”, que ese dolor exigía una respuesta ética y jurídica, que los “atropellos a los derechos humanos” siguieron hasta el final, etc.

Es obvio que existen debates abiertos sobre el pasado —de ahí el absurdo del “negacionismo” que quiso sancionar la Convención—, pero también hay datos, aprendizajes y reflexiones que nadie responsablemente debería olvidar ni subvalorar. Menos, por supuesto, quien aspira a ser Presidente de la República.