Columna publicada el lunes 18 de octubre de 2021 por La Segunda.

“Algunas consignas […] reemplazaron la racionalidad, la tolerancia y la disposición al diálogo. Desde todos los sectores, en mayor o menor medida, se abusó de la democracia”. Estas palabras bien podrían describir nuestro decadente escenario político, pero se remontan a 1998. A una década del triunfo del No, así resumía Patricio Aylwin los efectos de la “polarización ideológica” que se instaló desde los años sesenta en adelante (“El reencuentro de los demócratas”).

El expresidente Aylwin no se encuentra solo en este diagnóstico. Se trata de un balance compartido por quienes, pese a haber integrado bandos rivales, lograron en el Chile posdictadura examinar con mesura y autocrítica la destrucción de la convivencia democrática. En los crudos términos del historiador Gonzalo Vial, “casi todas las fuerzas políticas y, en general, casi toda la población, querían la guerra civil, o al menos la aceptaban, resignadamente, como una tragedia inevitable” (“Salvador Allende: el fracaso de una ilusión”).

Y la tragedia llegó, no sólo por las brutales torturas y desapariciones de personas, sino también porque entre el golpe de 1973 y el retorno a la democracia pasaron diecisiete largos años. Explorando las raíces de este fenómeno —de casi dos décadas sin elecciones, libertades políticas ni separación de poderes—, un joven sociólogo vinculado a la oposición democrática, Eugenio Tironi, sugería una inquietante conclusión. En sus palabras, “la desorganización social llegó a producir la necesidad tácita de un poder político autoritario que impusiera un grado mínimo de estabilidad” (“El régimen autoritario”).

“>Hoy, cuando muchos olvidan la tolerancia al disenso político e incluso reivindican como “hechos necesarios” —Atria dixit— no la marcha del 25 de octubre ni el Acuerdo constitucional, sino la violencia del 18-O, conviene recordar los otros treinta años, los que antecedieron al gobierno de Aylwin. Es verdad que ya no estamos en Guerra Fría y que las circunstancias son muy distintas, sin embargo, también es cierto que estamos jugando con fuego en Colchane y en la Araucanía; con las sanciones al negacionismo y la indiferencia ante la inflación.

Quizá no es fortuito, entonces, que un discípulo de Jaime Guzmán suba en las encuestas. Después de todo, proyectos de ese tipo ya cautivaron al electorado en otros contextos (basta recordar a Thatcher o Reagan). Ante el deterioro e ineficacia del sistema la pasión por el orden suele volver por sus fueros. Nuestro destino no está escrito, pero, mal que nos pese, el vacío político tiene consecuencias. El infantilismo revolucionario, la abdicación de la centroizquierda y el desfonde del oficialismo —tiempos mejores— favorecen un choque entre refundación y restauración.