Columna publicada en La Tercera, 05.08.2015

El tan esperado cónclave del oficialismo no parece haber tenido mayores efectos políticos. No hubo anuncios estridentes, ni discursos que serán recordados por la historia. Hubo simplemente más de lo mismo. Es decir, un Ejecutivo tratando de navegar en aguas turbulentas sin quilla ni dirección, con la única finalidad de no encallar ni naufragar. Si se quiere, el cónclave mostró una vez más que el deceso político de la Nueva Mayoría -aunque inevitable- será lento y doloroso, como todas las muertes por inanición.

La muerte será por inanición, porque la Presidenta no se atreve a ponerle término: no está dispuesta a pagar los costos políticos y personales de una decisión de esa naturaleza. Será lenta, porque nadie quiere renunciar a los beneficios de estar en el gobierno; y será dolorosa, porque una muerte así ni siquiera puede aspirar a la gloria que la posteridad reserva a los valientes.

En esta ocasión el funeral será sin honores de ningún tipo, pues no hemos visto ni coraje moral (no hay coraje moral alguno en sumarse alegremente a reivindicaciones de grupos de presión sin mediar reflexión) ni honestidad intelectual (se infló un globo sabiendo que no tenía cómo funcionar), ni acción política (no hubo ninguna deliberación seria sobre los medios, que constituye lo propio de ella).

Todo esto representa un daño severo a nuestra democracia, que es mucho más que un mero procedimiento. La democracia es sobre todo un ejercicio exigente, y que sólo funciona allí donde hay responsabilidad. Dicho de otro modo, la democracia es un régimen que requiere virtudes públicas, sin las cuales el sistema entero se desgasta, se corroe. ¿Qué pueden decirnos quienes hace dos años se peleaban por sacarse fotos con Michelle Bachelet? ¿Tienen alguna explicación política que dar, más allá de decir que tenemos que apechugar porque se calculó mal?

No es exagerado decir que hay una generación política que nos debe algunas explicaciones. En la coalición oficialista hay dirigentes de trayectoria destacada, que avalaron una farra sin destino. Son aquellos que durante la transición jamás osaron desafiar a sus mayores, y que luego veneraron a los más jóvenes, creyendo que así podrían superar sus propias frustraciones: una generación que todavía busca su identidad. En rigor, la Nueva Mayoría está condenada a muerte porque descansa sobre una ilusión adolescente, según la cual basta vociferar consignas para cambiar aquello que nos disgusta. Si el gobierno de Sebastián Piñera se acabó luego de la elección municipal, el actual duró aún menos: ya se esfumó el sueño de cambiar el mundo, el modelo, la educación, la Constitución, los impuestos, e incluso asaltar el cielo si fuera necesario. Es la consecuencia de haber olvidado que hay un mundo allá afuera que no resiste diagnósticos simplistas ni soluciones irreflexivas.

Si acaso es cierto, como dice Milan Kundera, que lo propio del adulto es haber experimentado la fragilidad de las certezas humanas, uno tiene el derecho de preguntarse si quedan adultos en la Nueva Mayoría. El país los necesita.

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