Columna publicada el martes 17 de agosto de 2021 por El Líbero.

Uno de los factores que provocó la fractura entre política y sociedad, evidenciada con fuerza a partir de la crisis de octubre, fue el funcionamiento deficiente del Estado en muchas áreas sensibles para la vida de los ciudadanos. Según el Estudio Nacional de Transparencia del 2019, por ejemplo, buena parte de los chilenos perciben que el aparato estatal discrimina, maltrata y genera desconfianza.

Sin embargo, algunos estudios como Tenemos que hablar de Chile muestran una paradoja recurrente en esta materia: al mismo tiempo que el Estado es percibido como causa del malestar, también se espera que sea él quien provea varias de las soluciones. Quizás es tal la desconfianza en el resto del entramado social, que para muchos no queda otra instancia en la cual depositar las grandes expectativas de cambio.

Siguiendo estas y otras intuiciones, candidatos a distintos cargos y de todo el espectro político han enfatizado en la necesidad de solucionar ciertos problemas del aparato estatal, pero también de profundizar y ampliar su papel dentro de la vida pública. En este sentido, desde la izquierda se ha planteado la idea de construir algo así como un Estado de bienestar “a la chilena”; mientras que en la derecha crecientemente se habla de impulsar lo que se ha llamado un Estado social.

Ahora bien, más allá del uso constante de estas formulaciones, no parece haber claridad respecto de qué significa para cada sector político diseñar y ejecutar, en concreto, proyectos de tales características. Es más, dentro de los países que se identifican con estas etiquetas existen muchos modelos distintos (entre Alemania y Suecia, por ejemplo, hay diferencias sustantivas). Y aunque no es posible replicar exactamente alguno de ellos sin tener en cuenta las particularidades y los problemas de Chile, es fundamental que nuestros políticos determinen el contenido específico de qué entienden por Estado social o de bienestar.

Con todo, sea cual sea la aproximación, modelo u horizonte que se desee seguir, fortalecer el aparato estatal implica tener en consideración una serie de tensiones ineludibles de cara al futuro. La primera de ellas es el envejecimiento. Un país con muchas personas de tercera y cuarta edad jubiladas implica un aumento en el gasto social muy alto y un Estado particularmente robusto para sostener esa situación, sobre todo en áreas que en nuestro país ya están muy tensionadas como salud, seguridad social e impuestos. De hecho, los mismos estados de bienestar que buena parte de la izquierda desea imitar han sufrido los reveses de esta tendencia demográfica. Y según algunos estudios, en 20 años más Chile estará entre los 30 países con mayor vejez del mundo.

Otro problema, vinculado con el anterior, dice relación con las tasas de natalidad de nuestro país, que vienen en fuerte tendencia decreciente desde hace varios años. Es más, debido a la pandemia y al estallido social, el 2020 fue el año con menos nacimientos en siete décadas. Las consecuencias de este fenómeno en la capacidad del Estado pueden ser brutales, tanto por el desequilibrio entre población anciana y joven como por la menor recaudación de impuestos que trae aparejado.

A pesar de que estos problemas ponen en jaque la posibilidad de construir un aparato estatal más robusto, a nuestra clase dirigente no parecieran importarles demasiado. Hasta ahora ninguna de las políticas promovidas por izquierdas y derechas buscan hacerse cargo directamente de ellos. De hecho, solo los agravan y empeoran.

En este sentido, sorprende la insistencia de buena parte de la izquierda con los retiros del 10%. El mismo sector que presiona por construir un Estado de bienestar al estilo nórdico está dispuesto a botar el sistema de pensiones sin ofrecer nada a cambio y dejando al aparato estatal con una carga imposible de sostener. Algo similar ocurre con esa derecha que, por no quedarse abajo del circo, estuvo dispuesta a apoyar una política que todos sabían sería nefasta para el país. ¿Extender la edad de jubilación, ponerse de acuerdo en cambios estructurales, pensar en los millones de chilenos sin fondos de pensiones? Nada de eso, los ojos están puestos en noviembre; pan para hoy y hambre para mañana.

En otro plano, y guardando las proporciones, la extensión del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) también adolece de defectos similares. A pesar de que esta decisión ha sido fuertemente criticada incluso por economistas de centroizquierda como Joseph Ramos y Nicolás Eyzaguirre, nuestros dirigentes no parecen muy interesados en tomarse en serio los reparos formulados. Al parecer, la mentada responsabilidad fiscal –el principal argumento del gobierno para limitar excesivamente las ayudas al inicio de la pandemia– se olvidó con demasiada rapidez y dejó de ser esa línea que no se podía cruzar. En términos simples, nos fuimos de un extremo a otro. Nuevamente, los ojos están puestos en noviembre; pan para hoy y hambre para mañana.

¿Cómo construir un Estado robusto con propuestas que hacen justamente lo contrario? ¿Cómo promover cambios que permitan encauzar el malestar si las políticas que proponen izquierdas y derechas acentúan algunos de nuestros problemas más profundos? ¿Cómo pensar en las próximas dos o tres décadas cuando impera tal nivel de cortoplacismo? Las modificaciones estructurales requieren visión de largo plazo, pero acá no hay nada de eso. Finlandia con política de Argentina. Pan para hoy y hambre para mañana.