Columna publicada el domingo 13 de junio de 2021 por El Mercurio.

Un grupo de 34 constituyentes electos dio a conocer esta semana una declaración que llama a la Convención Constitucional a no subordinarse a las reglas establecidas por el acuerdo del 15 de noviembre del 2019 (y confirmadas luego por una reforma constitucional). Según ellos, “el poder constituyente originario es un poder plenamente autónomo”, que no debe estar sujeto a ninguna regla previa. Se trata, en definitiva, de empujar a la Convención a declarar su soberanía absoluta, sin admitir ningún límite a su propia voluntad.

La aseveración es muy delicada y, como tal, merece que la examinemos con toda la seriedad del caso. Aunque involucra a menos de un cuarto de los convencionales, no deja de ser significativo que llamen abiertamente a no respetar las reglas del proceso. Esto, naturalmente, supone afirmar su plena superioridad respecto de los poderes constituidos —ejecutivo, legislativo y judicial, sin contar los diversos órganos autónomos—, que sí están limitados por un complejo entramado de pesos y contrapesos. La consecuencia práctica no es difícil de imaginar: en caso de concretarse la afirmación de soberanía, la Convención entrará en conflicto más o menos abierto con esos poderes. Ya hemos visto a convencionales realizar exigencias que no guardan ninguna relación con sus funciones, asumiendo que pueden inmiscuirse en el trabajo de otras potestades. De allí la enérgica reacción de la Presidenta del senado, que comprende bien que acá puede ponerse en riesgo todo el andamiaje institucional. Hay que notar cuán grave puede llegar a ser este choque: si la Convención se declara soberana, ¿en qué medida estarán los otros órganos del Estado obligados a respetar lo que diga? ¿Qué ganamos empujando un escenario de esa naturaleza?

Una eventual declaración de soberanía nos hará perder lo más valioso del proceso en curso. En efecto, puede pensarse que el principal motivo que tuvimos para embarcarnos en este camino fue que el agotamiento de la legitimidad del ciclo anterior. Sin embargo, ¿cómo podría la Convención resolver esa cuestión si rompe de entrada las reglas que la hicieron posible? Muchos votantes del “Apruebo” podrían —con toda razón— sentirse defraudados. Dicho de otro modo, el nuevo ciclo partiría con un vicio de origen que le haría perder su valor, pues entraríamos en una nueva e interminable disputa. Por eso resulta tan extraño que apoyen esta agenda aquellos que han abogado durante años por un proceso constituyente como vía para recuperar la legitimidad perdida, y superar las “trampas” de la Carta vigente. Así, se equivoca Fernando Atria cuando señala que “nadie está en situación de excluir cuestiones de antemano”, porque eso no vale para las reglas que dieron origen a la Convención. Todo esto es demasiado frágil como para darse esos lujos: guste o no, el proceso pende de esas normas. Aquí no cabe ninguna ambigüedad: o estamos dispuestos a respetar las reglas vigentes, o nos apartamos de ellas. En este último caso, supongo que tendremos que aceptar de buena gana que otros, mañana, objeten la legitimidad de la Nueva Constitución (y no faltarán quienes invoquen vías extra-institucionales para detener la trampa). ¿Estamos condenados a repetir, como Sísifo, una y otra vez la misma historia?

El anhelo de soberanía ilimitada esconde, en el fondo, una voluntad por romper todo vínculo con la legitimidad anterior. Si la crítica al orden actual es radical, entonces la existencia de la Convención no puede depender de ella sin verse envuelta en ese orden contaminado. Sin embargo, el remedio es mucho peor que la enfermedad, porque implica depositar en unas pocas manos una cantidad enorme de poder, lo que suele terminar en autoritarismo. Los esfuerzos de las repúblicas democráticas van en el sentido exactamente contrario: dividir el poder, para evitar su concentración. Todo esto resulta aún más absurdo si atendemos a la votación obtenida por esos 34 constituyentes. Pocos de ellos se empinan sobre el 8% en sus respectivos distritos, y el total de sus votos es algo más de cuatrocientos mil. Eso representa a un 6,7% de quienes votaron en las elecciones, y a un 2,8% del padrón electoral. Nadie objeta que el sistema d’Hondt y el voto por lista les haya permitido ser electos, pero no son números para impresionar a nadie, ni menos para entregarles una soberanía total. Sería, en rigor, una usurpación inaceptable de la soberanía de la nación —la misma actitud que ellos denuncian en los partidos políticos, y el mismo pecado de origen que tendría el orden actual—.

El grupo de convencionales quizás sueña con repetir la experiencia francesa de 1789, cuando los diputados del Tercer estado rompieron con la legitimidad de la monarquía, se declararon soberanos y precipitaron la Revolución Francesa. Con todo, cabe recordar que la continuación de la historia es menos feliz: un Terror inaudito y el autoritarismo napoleónico. Eso explica que Benjamin Constant haya tomado distancia de la noción misma de soberanía: hay, según él, “cargas muy pesadas para las manos de los hombres”. La soberanía es un concepto tan peligroso como explosivo, y no cabe entregársela incondicionalmente a nadie. En rigor, al final de ese camino sólo hay un chavismo más o menos desatado que no admite ningún contrapeso ni equilibrio de poderes. Mientras antes sinceremos de qué lado está cada cual, más honesta será la discusión.