Columna publicada el lunes 31 de mayo de 2021 por La Segunda.

El descrédito de los partidos tradicionales y la derrota electoral de la derecha son fenómenos muy relevantes, pero puede pensarse que el hecho político más significativo del último tiempo es la decadencia de la centroizquierda. Por cierto, se trata de una noticia inquietante: más allá de las preferencias de cada cual, será difícil restaurar la estabilidad política mientras los herederos de la Concertación no recuperen alguna vitalidad.

Es precisamente ese mundo, sin embargo, el que se encuentra herido de gravedad. En pocos días lo vimos llegar cuarto en la elección de convencionales —detrás de Chile Vamos, la “lista del pueblo” y la alianza del Frente Amplio con el PC—, y ofrecer un triste espectáculo en la frustrada inscripción de las primarias presidenciales. Este traspié incluyó una serie de maniobras poco elegantes, pero no sólo eso. Lo principal fue el intento de sepultar la ya alicaída alianza entre los socialistas y los democristianos, antecedente inmediato del triunfo del No y de la correlación de fuerzas del Chile posdictadura.

Este episodio resume a la perfección el momento de ese sector político. Hay una porción importante de las nuevas generaciones y, sobre todo, del Partido Socialista, que no sólo se avergüenza de los “treinta años” —confundiendo la necesaria autocrítica con la negación de lo obrado—, sino que avanza un paso adicional. La apuesta pública o soterrada de muchos es fortalecer un polo de izquierda a secas, en desmedro del centro. Es decir, revivir algo así como el proyecto inconcluso de la Unidad Popular. Y ante ese ímpetu, casi no hay dirigentes de centroizquierda capaces de ofrecer un mensaje diferente.

De ahí, por ejemplo, las severas dificultades de sus parlamentarios para distanciarse de las pasiones antidemocráticas que han manifestado vastos grupos del Frente Amplio y el Partido Comunista. Pasó ayer cuando se quiso derrocar al Presidente electo en las urnas; pasa hoy cuando se rechaza mezquinamente un proyecto de integración urbana, o cuando se debate una amnistía encubierta para crímenes injustificables. Lo que predomina son las dudas, los titubeos y, en el mejor de los casos, los matices. Apenas eso.

La ironía es que, mientras más se mimetizan con esa izquierda, más irrelevantes se vuelven en términos electorales; pero cuando adquieren otro tono, como Claudio Orrego o la Yasna Provoste de algunas semanas atrás, vuelven a pesar. Ese es el dilema de la centroizquierda. O se atreve a plantear su diagnóstico y su proyecto —distinto a la derecha, pero distinto también a los nostálgicos de la vía insurreccional—, o termina de recorrer el camino autodestructivo iniciado el año 2011. ¿Estarán a tiempo de notar que no pueden pulverizar su historia sin aniquilar su propio sector?