Columna publicada en El Líbero, 22.12.2015

El reciente fallo del Tribunal Constitucional acerca de la glosa de gratuidad universitaria ha levantado una polvareda de proporciones, especialmente en torno al supuesto déficit democrático de nuestras instituciones políticas. De acuerdo con algunos críticos a dicho fallo, el TC habría funcionado como la “última trinchera” para defender el modelo constitucional contramayoritario de Pinochet y Guzmán. Para ellos, la democracia —entendida como gobierno de las mayorías— no podría tener cortapisas que impidan el ejercicio de una voluntad de la población expresada en Congreso. Diversas voces han anunciado, por consiguiente, que la promesa de una nueva Constitución debiera desterrar este tipo de organismos.

Esta situación pone en la palestra dos modos muy distintos de entender nuestro régimen democrático. El primero —mayoritario entre quienes han criticado el fallo del TC— prioriza, ante todo, la voluntad de los electores, cuya decisión es autónoma y soberana. Por otro lado, hay quienes comprenden la democracia como un mecanismo que no puede desvincularse de ciertas tradiciones y principios, pues son estos últimos los que hacen posible su mantención a lo largo del tiempo. De acuerdo con esta segunda visión, las instituciones democráticas deben resguardar ciertos derechos fundamentales como la dignidad y libertad de las personas, o la división de los poderes del Estado, antes de considerar como legítima toda expresión por el simple hecho de ser de una mayoría. Si fundamos nuestra democracia en la igual dignidad de los ciudadanos y en la limitación del poder del Estado, una autonomía absoluta termina horadando sus propias bases. Esta visión robusta de la democracia incardina nuestra vida política en una visión del hombre y de la sociedad que rehúye los voluntarismos políticos de tabula rasa, y tiende lazos entre quienes participan en ella y su historia, su territorio y sus instituciones.

Esta última hipótesis es la que estructura el interesante ensayo Los fundamentos conservadores del orden liberal, de Daniel Mahoney, recientemente publicado en español por el IES. De acuerdo con el autor, la tensión entre comprensiones distintas de la democracia se expresa de manera elocuente en la aparente contradicción entre liberalismo y conservadurismo. Ambas corrientes han aceptado sus mecanismos, pero se orientan en direcciones distintas. De ese modo, mientras cierto liberalismo comprende el ejercicio de la libertad como pura autonomía, buscando mayores posibilidades de optar por un camino u otro, el conservadurismo responde a cierta historia y tradición. Mahoney es categórico en su interpretación: el orden liberal no se sostiene a lo largo del tiempo con pura autonomía. Entre otras razones, porque los mecanismos democráticos no traen aparejados los valores democráticos (véase lo que ha pasado en algunos países latinoamericanos) y, por tanto, corresponde a quienes participan de dicho sistema resguardar sus condiciones. Si los valores que se defienden (libertad y responsabilidad, una subsidiariedad robusta, importancia de la sociedad civil, prioridad de los menos favorecidos) no son parte de la discusión, la democracia como pura autonomía puede amenazar la estructura de todo el edificio.

En suma, entender la democracia dependiente de una multiplicidad de factores —y no reducible, por tanto, a una discutible concepción de la libertad— obliga a considerar al hombre en su dimensión política. Esto no es trivial: la crisis de sentido por la cual atraviesa la sociedad occidental parece derivada, en gran parte, de la constante búsqueda de autonomía radical. Una vida sin vínculos es una vida constantemente amenazada por un presente vertiginoso. Por el contrario, la relación con una tradición y con una comunidad otorga un sentido político (en su sentido más amplio: la preocupación por las cosas comunes) a la existencia, donde el hombre debe mirar la historia y sus comunidades para proyectar su acción hacia el futuro.

Si lo anterior es plausible, la discusión en torno a la pertinencia de una institución como el TC debe estar alejada de la caricatura que han dibujado sus críticos. Si cumple su objetivo de resguardar ciertos bienes fundamentales —como lo hizo al someter el plebiscito de 1988 al Tribunal Calificador de Elecciones, garantizando el paso más importante a la transición—, la responsabilidad que tenemos hacia nuestras instituciones nos desafía a debatir con menos frases hechas y con más conciencia de qué debe defender nuestra democracia.

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