Columna publicada el lunes 30 de noviembre de 2020 por La Segunda.

El requerimiento del Presidente con motivo del “10%” ha vuelto a poner sobre la mesa los cuestionamientos al Tribunal Constitucional (TC). Si se quiere, esta coyuntura anticipa las disputas y objeciones que observaremos durante el proceso constituyente. Conviene, entonces, detenerse en ellas.

Desde luego, algunas son caricaturas sin mayor fundamento. Por ejemplo, que este organismo
sería un simple legado de la dictadura. Aquí se olvida el origen de esta entidad, creada bajo la
presidencia Frei Montalva; que gracias a un fallo del TC tuvimos un plebiscito digno de ese
nombre en 1988; y las significativas modificaciones que él ha sufrido. Su configuración actual
deriva básicamente de las reformas de Lagos.

Pero hay otras críticas más serias e importantes, como aquellas que apuntan al nombramiento
de sus ministros. La clase política ha sido muy imprudente al designar asesores presidenciales
en ejercicio, personas denunciadas por plagio y operadores sin las debidas credenciales.
Urge un diseño que favorezca otras lógicas. Faltan instancias públicas —basta pensar en el
escrutinio que reciben los supremos norteamericanos—; y faltan más contrapesos e
interacción entre los poderes del Estado involucrados (actualmente cada uno nombra por su
cuenta).

Por otro lado, el cuestionamiento más difundido reside en la denominada objeción
democrática. Si el TC hoy genera resistencia, es ante todo porque ha sido descalificado como
“tercera cámara”. ¿Qué legitimidad tiene un pseudo legislador negativo no electo, preguntan
sus detractores? Sin embargo, esta crítica olvida que la democracia contemporánea persigue
diversos propósitos. Naturalmente ella busca la participación y la expresión de las mayorías
legislativas, pero también limitar al poder político, incluido el legislador. Si Alemania, Estados
Unidos y muchos otros países cuentan con algún tipo de justicia constitucional, no es por azar.

Con todo, la crítica tiene un punto, más allá de las exageraciones retóricas. En efecto, en una
república democrática los principales llamados a concluir y determinar las directrices de la
vida pública son los representantes políticos. Tiene sentido, entonces, acotar el papel del TC
(por ejemplo, terminando con el control preventivo obligatorio de ciertas leyes). Pero nótese:
esta no es la única amenaza para las atribuciones de los representantes electos. Es el Poder
Judicial en general el que viene invadiendo la esfera política y adoptando decisiones que no
le competen. La tendencia se ve favorecida por catálogos de derechos demasiado generosos o
equívocos —son la excusa perfecta para el juez activista—, y por la intromisión expansiva de
los tribunales o instrumentos internacionales.

Callar estos riesgos sí que sería tramposo.