Columna publicada el domingo 29 de noviembre de 2020 por El Mercurio.

Desde hace varios meses, parte relevante de la izquierda está embarcada en una extraña cruzada: eximir del pago de impuestos a los retiros de fondos de pensiones. En ese empeño, no han trepidado en utilizar argumentos que harían sonrojar al más rabioso de los libertarios: cada cual es dueño de sus fondos, el Estado no tiene por qué cobrar impuestos sobre nuestros ahorros y queremos un retiro sin letra chica. Todo muy progresista.

La situación es tan extraña que ha sido la derecha la que ha insistido en que esos dineros deben tributar, pues no lo hicieron en su momento (las cotizaciones están exentas). Contrariamente a lo que suele decirse, esto no afecta a los más vulnerables, porque en Chile los salarios más bajos no pagan impuesto a la renta y, además, la tasa aplicada es progresiva. Por ejemplo, los sueldos que se ubican entre 699 mil y dos millones y medio de pesos mensuales pagan entre un 2,2 y un 4,5% de impuestos. En ese contexto, no parece un delirio que quienes más ganan contribuyan para ayudar a quienes tienen menos. No existe otra manera de financiar las prestaciones estatales que la misma oposición exige constantemente.

¿Qué motivos pueden explicar este imbunche teórico? Desde luego, puede pensarse que hay puro oportunismo intelectual: el objetivo no es tanto ir en ayuda de las personas necesitadas, sino asestarle un golpe mortal al sistema de capitalización individual. Lo prioritario es generar los incentivos para que la mayor cantidad de gente retire sus fondos y, en esa lógica, todos los argumentos sirven. No deja de ser paradójico que se busque destruir un sistema que se considera individualista a punta de razonamientos aún más individualistas. Es cierto que, en estos días, nadie está muy preocupado por la consistencia, pero de todos modos hay una dificultad mayúscula: las ideas no admiten manipulación mecánica. Dicho de otro modo, desandar el camino será menos fácil de lo que suponen nuestros iluminados progresistas.

Como fuere, intuyo que la tesis del oportunismo no alcanza a explicar el fervor con el que muchos han asumido el discurso libertario. Hay allí una afinidad más profunda, que excede el plano meramente instrumental. Los argumentos esgrimidos —mi plata es mía, nadie puede tocarla— se fundan en una concepción sagrada del derecho de propiedad, donde no cabe ninguna consideración de orden colectivo. En rigor, parte relevante de la izquierda ha cedido en las últimas décadas a una vertiente especialmente radical del (neo) liberalismo: el individuo es todopoderoso, su soberanía es absoluta y no debe rendirle cuentas a nadie. Cualquier intromisión externa en el espacio privado es percibida como inaceptable. Sobra decir que, desde esas categorías, la misma política se vuelve impensable. Los principios atomistas no permiten ver grupos, sino solo mónadas aisladas. De allí la convergencia profunda entre cierto liberalismo progresista y las versiones más duras del liberalismo económico: si solo vale el consentimiento individual como regla, no hay diferencias sustantivas entre ambas perspectivas. Por eso Deleuze podía decir que, para superar el orden de la libertad económica, es necesario “ir aún más lejos en el movimiento del mercado”, y Foucault se dejó seducir por ilusiones semejantes.

En ese sentido, puede decirse que la izquierda carece de las mínimas herramientas intelectuales para enfrentar nuestras dificultades, que son esencialmente colectivas. No será posible introducir mayor solidaridad, ni menos pensar en la función social de la propiedad, si el único mensaje que estamos dispuestos a transmitir es que cada cual es dueño absoluto de su dinero, sin restricción alguna. El proyecto que abraza la oposición —el Estado de bienestar en cualquiera de sus versiones— es muy exigente, y solo funciona si hay un compromiso compartido que lo sustente. Mientras la izquierda prefiera adular a las masas en lugar de hablar con la verdad, estará impedida de concretar sus expectativas, además de faltar gravemente a su responsabilidad histórica. ¿Qué propuestas tiene para financiar su ambicioso proyecto? ¿Cómo pretende reformar al Estado y hacerse cargo de las infinitas demandas sociales? ¿Hay algo más allá de la vociferación contra el gobierno?

Si alguien tiene dudas respecto de esta lectura, basta con apreciar el modo en que parlamentarios opositores se han vinculado con “Felices y forrados”. No se trata solo de la irresponsabilidad con la que avalan prácticas más que dudosas, sino sobre todo de una cuestión de estética política. En efecto, cuesta entender que la izquierda se asocie estrechamente a una consigna de esa naturaleza. “Felices y forrados” encarna a la perfección todas las patologías contemporáneas que la oposición debiera combatir: vínculo directo entre felicidad y bienestar material, ansias de riqueza personal sin importar las consecuencias sistémicas sobre el todo, simplismo ramplón allí donde cabe introducir complejidad, y así. En suma, individualismo a la vena, puro y duro. No estoy seguro de que “Felices y forrados” logre derribar al sistema, ni menos maximizar ganancias, pero quizás sí consiga una proeza mayor: inocular su retórica, su ética y su estética en nuestro extraviado progresismo, acabando con lo (poco) que queda de él. Así, tendremos una izquierda feliz y forrada, pero fenecida. Esa sí que sería una tragedia.