Columna publicada el viernes 18 de septiembre de 2020 por el diario de la Universidad de Chile.

La semana pasada, en las vísperas del 11 de septiembre, el Alto Mando de Carabineros volvió a la palestra. En una novedosa acción, Contraloría formuló cargos en contra de siete generales por su eventual responsabilidad administrativa por los procedimientos efectuados desde 18 de octubre en adelante. Todo indica que la prensa se enteró del proceso antes que los investigados, en una suerte de espectacularización del sumario.

Para nadie es un misterio que Carabineros pasa por un momento delicado. En octubre pasado, vimos cómo la policía se volvía impotente frente a la violencia desbordante de muchas manifestaciones y a las peticiones de ciertos actores políticos del polo derecho, que veían en las dificultades solo “falta de pantalones” para usar la fuerza. Al mismo tiempo, las denuncias de violaciones a los derechos humanos no demoraron en llegar, pues hubo deficiencias notorias en la aplicación de los protocolos, que terminaron generando daños irreparables en algunos casos.

Pero la perspectiva administrativa es insuficiente para enfrentar este déficit. Por una parte, la exigencia de responsabilidades por vía administrativa parece ser un intento de obtener por este camino lo que no se ha podido realizar en tribunales; algo parecido al activismo judicial, pero con cara de Contralorito. Además, puede transformarse en un mero volador de luces con escasos efectos prácticos. El riesgo es hacernos creer que los problemas de Carabineros se acaban simplemente con una sanción ejemplificadora a sus generales.

La crisis es mucho más compleja. Abarca, por una parte, el aspecto normativo: hubo incumplimientos severos de los protocolos que norman el uso de la fuerza. Por ejemplo, la manera en que se utilizó la carabina lanzagases, disparando directamente a manifestantes, contra toda norma. También ocurrió algo similar en el tratamiento de los detenidos (en algunas comisarías hubo desnudamientos, conducta prohibida hace bastante tiempo por denigratoria e injustificada).

Pero, por otra parte, no se ha atendido (o no se ha querido atender) a las complejidades sociales que plantea el uso de la fuerza, especialmente en el contexto actual. Si nos aproximamos al problema desde esta perspectiva vemos que los cambios en Carabineros tocan una amplia variedad de temas: la formación policial, la articulación con el Ministerio de Interior, la rendición de cuentas o la construcción de legitimidad de la policía. En el mismo sentido, los sucesivos gobiernos han tendido a traspasar su responsabilidad en estos actos a los uniformados, que no tienen ni facultades ni preparación para hacerlo. No hay orden social que se pueda sostener sobre la pura amenaza de coacción, por lo que sobran motivos para descartar esta postura.

Por esto, no habrá sumario administrativo que sea de utilidad mientras no se atienda con profundidad a las causas de la ineficacia de Carabineros para controlar el orden público en octubre pasado. De ahí que sea razonable atender a las complejísimas condiciones en las que tuvo que operar la policía. Estas hicieron que muchos funcionarios se vieran expuestos a una presión difícil de imaginar. Esto, por supuesto, los hace mucho más proclives a cometer errores graves. Nada puede justificar ciertos actos en los que la fuerza se transformó en pura violencia. Pero por cierto que una modificación en la manera de operar de la policía exige tomar en cuenta estas circunstancias peculiares.

De cara a una eventual reforma, urge volver a mirar la complejidad del problema. Entre otras cosas, los cambios deben sanear una cultura cerrada y poco abierta a la crítica. Sin una reflexión adecuada, que cuente con un diagnóstico interno, cualquier intento de ajuste quedará trunco. Y no podremos entonces evitar males todavía mayores a los que hemos visto.