Columna publicada el domingo 14 de junio de 2020 por El Mercurio.

En un fallo reciente, Macarena Rebolledo, titular del Segundo Juzgado de Familia de Santiago, dictaminó que un niño puede, legalmente, tener dos madres. La decisión se inscribe a la perfección en cierta narrativa progresista que pretende dejar atrás los prejuicios de épocas pretéritas. Así, muchos celebraron el fallo, que fue calificado de histórico. Se trataría, según esa lógica, de un inédito avance para acabar con la discriminación, y reconocer los derechos de las parejas del mismo sexo.

Es posible, sin embargo, que la cuestión admita otra lectura. Por de pronto, hay un enorme problema antropológico involucrado. Reconocer la filiación homoparental implica suponer que la alteridad sexual, que está en el origen de toda reproducción humana, es irrelevante: la afirmación es cualquier cosa menos trivial. Naturalmente, es posible ver aquí un progreso —¿por qué habríamos de ser esclavos de nuestra biología?—, pero hay también una ambigüedad que salta a la vista. En efecto, desconectar la sexualidad de la reproducción exige aceptar que los humanos pueden ser producidos técnicamente, sin referencia a la dualidad original. Por lo mismo, los países que han aprobado el matrimonio entre personas del mismo sexo se ven enfrentados luego a la pregunta por la procreación artificial y la maternidad subrogada. Es cierto que ese proceso no es nuevo, pero aquí se radicaliza de un modo muy singular. Dado que esas parejas tienen el mismo derecho que las otras a tener hijos (de lo contrario, estaríamos frente a una nueva discriminación), resulta inevitable avanzar en esa dirección. Así, la filiación homoparental lleva aparejada una acelerada tecnificación de la generación humana, que es su verdadera consecuencia. La conexión se hace evidente si consideramos que el fallo alude a la “voluntad de procrear” de las parejas del mismo sexo, voluntad que no puede hacerse efectiva sin recurrir a la técnica. Recordemos, además, que la misma jueza fue la primera en aceptar la legalidad del vientre de alquiler, el año 2018.

Ahora bien, tecnificar a ese punto la reproducción humana tiene efectos muy vastos. Por un lado, la maternidad subrogada termina pareciéndose a una forma contemporánea de esclavitud, donde el misterio más profundo de lo humano se somete a las reglas del mercado: mujeres acomodadas pagan a mujeres pobres (de países pobres) para que porten a su hijo. Esto genera, a su vez, situaciones cuando menos extrañas. En esta pandemia, decenas de recién nacidos quedaron varados en la habitación de un hotel ucraniano esperando la reapertura de las fronteras, como si fueran meros productos de exportación.

Por otro lado, las técnicas de reproducción abren una serie de posibilidades a la elección de los padres. Todo aquello que hasta aquí ha sido recibido, podrá ser elegido (según el tamaño de la billetera). La gratuidad propia de la transmisión de la vida dejará de ser tal: algunos de nuestros rasgos habrán sido elegidos por alguien que pudo pagarlos. Es imposible saber a ciencia cierta qué consecuencias tendrá un cambio de esa magnitud. Con todo, un intelectual tan poco conservador como Habermas ha manifestado serias reservas de que algo así pueda representar un avance para la humanidad, ya que estaríamos modificando radicalmente la “autocomprensión moral” del individuo.

Alguien podría objetar que estas aprensiones son exageradas, o derechamente fuera de lugar. Y es posible que lo sean, aunque una cosa es segura: la sede judicial no es el mejor lugar para esa discusión. Un juez no está facultado para tomar decisiones de ese calibre, menos aún si contraviene normas expresas. Algunos han alabado el fallo, afirmando que estaríamos frente a una adecuada “presión legislativa”. No obstante, esa idea es muy delicada, pues supone que la legitimidad del fin perseguido autoriza a instrumentalizar al sistema judicial. Hay una vulneración al Estado de Derecho y a la separación de poderes: un juez no puede arrogarse facultades que no posee, por más justa que le parezca la causa (hace pocos días, la presidenta del Senado cometió un error del mismo tipo).

La jueza Rebolledo bien puede tener las convicciones que quiera pero, si desea empujar agendas de esta naturaleza, está en el lugar equivocado. Para eso existen partidos políticos, variadas fundaciones y ONG. El Poder Judicial cumple otra función, y quienes administran justicia tienen otros deberes. El problema es serio, con independencia del fondo del asunto. Intuyo que quienes simpatizan con este fallo serían menos benevolentes con jueces de distinta orientación que tomaran decisiones contrarias a la letra de la ley. Dicho de otro modo, la lealtad con las reglas no puede depender del resultado. Dado que tenemos diferencias, a veces muy profundas, el único lugar legítimo para zanjarlas es la instancia política. Todo el resto son atajos que debilitan a las instituciones. Será difícil después exigir que se respete la ley si aceptamos este tipo de “presiones”; y será difícil también rehabilitar la política si hemos apartado de ella los asuntos sustantivos.