Artículo de Manfred Svensson y Pablo Ortúzar publicado originalmente en inglés, en la plataforma internacional de difusión académica Quillete.

El 30 de octubre, el senador norteamericano Bernie Sanders presentó la convulsionada situación chilena afirmando que “la solución aquí y en todo el mundo es obvia”. Donald Trump, por su parte, intervino denunciando “esfuerzos extranjeros para minar las instituciones, democracia o sociedad chilenas”. Es innecesario decir que en ambos casos se trata de simplificaciones infantiles. Pero también aquellos de quienes esperaríamos más están tentados de utilizar el caso chileno para la propagación simplista de sus propias preconcepciones. Mientras varias figuras en los medios de comunicación han descrito la presente crisis simplemente como el desenlace natural del legado de Pinochet (sobre todo del sistema económico entonces instaurado), otros no han dudado en declarar que Chile necesita más, no menos “neoliberalismo” (Guy Sorman). Todas estas posiciones, desde luego, reflejan voces presentes entre los chilenos también. Pero cualquier salida de la crisis exigirá un diagnóstico más complejo y soluciones menos “obvias” que las propuestas de Sanders o Sorman.

Lo que gatilló esta situación fue la evasión masiva de la tarifa del metro después de que el gobierno anunciara el aumento de su valor en aproximadamente un 4%. Ya Aristóteles había escrito que la causa de una revolución puede ser una trivialidad (Política V, 4). Pero, como bien sabía el Estagirita, una vez que dicha revolución comienza es todo lo que está en juego. Los efectos de las protestas ya son enormes, y entre la violencia policiaca y la de algunos manifestantes ya 20 vidas han sido perdidas. Las pérdidas económicas son astronómicas, innumerables estaciones de metro han sido destruidas, y cerca de un tercio de los supermercados del país han sido vandalizados. Los trabajadores de los barrios más pobres de Santiago se ven forzados a a agregar más horas a sus ya agotadores viajes diarios, las pérdidas para los negocios pequeños y medianos han sido gigantescas tras la parálisis de la ciudad, y el daño a la imagen internacional del país podría afectar no sólo a su propia población sino el futuro político de la región.

El alza en el pasaje fue evidentemente sólo la punta del iceberg. La desigualdad en sus múltiples formas –la desigualdad de ingresos, pero también otras desigualdades estructurales– juega un rol central. Pero las causas de la convulsión son múltiples y complejas. Tres causas que no debieran omitirse de ningún análisis son las dificultades económicas de las familias de clase media, la crisis de legitimidad de las instituciones tras la revelación de notorios casos de corrupción, y una crisis moral atribuible a la falta de cohesión social y horizontes compartidos de desarrollo. Además, las protestas y el vandalismo han dado visibilidad a grupos marginales que parecieran radicar estar situados fuera del pacto social. Todas estas dimensiones merecen ser consideradas con mayor detalle.

La clase media chilena comprende a cerca del 50% de la estructura social. Es un grupo social urbano que trabaja principalmente en el sector de los servicios. Juzgado por sus ingresos y su capacidad de ahorro, está muy lejos de la realidad de las clases medias europeas. A la mayoría de sus miembros, lo que los aleja de la pobreza es su capacidad adquisitiva por medio del crédito proveniente de los bancos y el retail. Este grupo ha padecido un severo estrés los últimos quince años, debido principalmente a la presión combinada del alza en el precio de la vivienda, el aumento sostenido de las tarifas del agua, la electricidad, los combustibles y el gas, y el estancamiento del crecimiento económico y los salarios. Recientemente, las familias de clase media también han debido padecer la jubilación de su generación “boomer”, más numerosa y pobre que la siguiente. Como estos boomers, en general, tienen pensiones miserables, el peso de su cuidado ha caído sobre sus ya agobiados descendientes.

La crisis institucional, por otro lado, ha sido estimulada por notorios casos de corrupción y crimen cometidos durante los últimos años por miembros de las élites asociadas a las iglesias, la burocracia estatal, las fuerzas militares y policiales, los partidos políticos y el mundo de las empresas. Los efectos de estos casos consistieron en una pérdida mayor de la autoridad de estas estas instituciones. La única institución todavía en pie, en términos de prestigio social, parecieran ser los bomberos. Existen buenas razones, entonces, para la difundida sensación de abuso institucional sistemático. Pero el “despertar” presente también ocurre en un tiempo de una participación política severamente debilitada. El voto es voluntario desde 2012, y uno de sus resultados ha sido el de sucesivos presidentes gobernando sin reales mayorías que los respalden. Una reforma al sistema electoral realizada en 2015 hizo posible la presencia de nuevas fuerza políticas en el Congreso, pero también permitió la elección de candidatos que apenas alcanzaron el 1% de los votos. No es de extrañar que, sumando a lo anterior las restantes razones para la desafección, los votantes moderados han tendido a desvincularse de la vida política.

La dimensión moral de la crisis está conectada con una pérdida de autoridad por parte de las principales instituciones sociales. Las que han perdido credibilidad son, después de todo, aquellas instituciones que típicamente exigen sacrificio por parte de sus miembros y los ponen frente a metas de largo plazo. Su declive ha dejado un peligroso vacío. Una afirmación sostenida por parte de quienes han justificado la violencia en las últimas semanas es que los manifestantes simplemente están actuando del mismo modo en que las élites políticas y económicas lo han hecho. A veces, no está claro si los manifestantes están exigiendo mayores estándares de decencia o simplemente declarando el fin de todos los estándares. Existe un indudable contenido ético en parte de la protesta (la palabra “dignidad” ha sido un lema frecuente), pero un penetrante relativismo moral simultáneamente también nos está pasando la cuenta. Esto es así especialmente entre la generación joven, que vive hoy su propio pequeño Mayo del 68. El nihilismo acecha el país, y todos los símbolos tradicionales de autoridad y respeto parecieran haber perdido su poder.

Finalmente, el lado violento de las protestas, acompañado de saqueos y vandalismo, ha hecho visible la existencia de grupos marginales que no reconocen vínculos con parte alguna de la sociedad. Típicamente solemos referirnos a ellos como el lumpen. Este lumpen está conectado principalmente a dos instituciones chilenas: las cárceles y el Servicio Nacional de Menores (Sename), cuya principal misión es ocuparse de los menores de edad en riesgo social. Ambas instituciones han sido abandonadas casi por completo por el Estado durante los últimos 30 años. Las cárceles están operando con el doble o más de los reclusos contemplados en su diseño. Cerca de 1300 niños supuestamente bajo el cuidado del Sename murieron de causas no naturales durante los últimos 15 años, y redes de pedofilia han sido detectadas operando al interior de los albergues institucionales. En ambos casos, ser institucionalizado ha significado un riesgo serio de muerte y exposición inevitable a violencia y brutalidad extremas. Que aquellos que hayan pasado por esas instituciones tiendan a no sentir obligaciones hacia otros miembros de la sociedad no debiera ser sorpresa para nadie.

Cuando se considera este trasfondo, se vuelve claro que en algún momento la estabilidad chilena tenía que explotar. Intelectuales públicos de la izquierda y la derecha habían emitido advertencias por una década, aunque evidentemente no podían imaginar la forma específica que tomaría el así llamado “despertar”. Hoy se nos manifiesta como crisis de país en vías desarrollo y de país desarrollado, como crisis social y antisocial.

“El neoliberalismo nació en Chile, y en Chile morirá”, puede leerse en las pancartas de algunos manifestantes. Pero bien podría hablarse también de un lado “neoliberal” de todo el movimiento, que no propone ninguna prioridad programática para superar la crisis. Es cierto que hemos vuelto a hablar de un “pueblo”, y ha reaparecido alguna idea de acción colectiva. Pero en las protestas masivas también vemos una multitud de sujetos radicalmente individualizados, cada uno desfilando por sus propias, y distintivas, causas e identidades. Por lo demás, nadie parece estar dispuesto a renunciar a ningún privilegio para poder alcanzar la justicia social que se exige. La preocupación por las pensiones es tal vez lo más cercano a un reclamo transversal, pero compite con demandas estudiantiles respecto del financiamiento de los estudios, inquietudes en torno al transporte, y así sucesivamente. Muchos parecen convencidos de que es posible financiar la suma de todas las causas sólo mediante impuestos a los ricos (incluso personas bastante ricas piensan esto, en la medida en que sólo los “súperricos” sean gravados). Con tales ciudadanos, difícilmente emergerá algo distinto de otra versión del orden neoliberal. La época presente, escribió Kierkegaard en una ocasión, se alza en momentáneo entusiasmo, pero astutamente vuelve también a la indolencia. La masividad de las protestas no asegura la renovación de una sociedad civil comprometida.

Ahora ya no es hora de predicciones, sino de encontrar salidas a la crisis. Y esto no es fácil. Ni los recursos ni tampoco el tiempo son ilimitados. Algunas personas creen que un arreglo de tipo simbólico y participativo es más importante que un plan de políticas públicas específicas que enfrenten las principales y más urgentes demandas sociales. Otros creen que el urgente carácter económico de la crisis debe ser enfrentado de inmediato, y que no hay tiempo para símbolos y asambleas. Los más burgueses e ilustrados miembros de la izquierda proponen una asamblea constituyente como la prioridad más urgente. Para ellos, el contrato social debe ser renegociado, con “derechos sociales” garantizados, como una característica fundamental. Por otro lado, la mayoría de la derecha piensa que las causas de la crisis son principalmente económicas, y que las soluciones económicas por medio de políticas públicas efectivas es lo que la mayoría de las personas espera. La derecha también piensa que una nueva constitución con una lista interminable de “derechos sociales” simplemente crearía falsas expectativas, agravando aún más los problemas. A su vez, gran parte de la izquierda cree que no hay garantías de que la derecha no utilice sus prerrogativas sociales para bloquear reformas sociales, como lo ha hecho en el pasado.

A esta altura, sea lo que sea que pase pareciera depender de la capacidad de los líderes políticos para consensuar una especie de punto medio y proponer una ruta razonable de reformas diseñada para recuperar la credibilidad de las instituciones y aliviar la situación económica de la clase media y los pobres. La reimplementación del voto obligatorio quizá podría ayudar comprometer de nuevo a los votantes moderados con una comprensión más robusta de la ciudadanía. Pero estas son respuestas de corto plazo a una crisis multidimensional y de largo plazo. Existe, más aun, un riesgo de que los grupos marginales sean dejados atrás en la búsqueda del consenso, y que aquellos involucrados en las protestas continúen siendo tratados sólo como amenazas al orden público.

El pueblo chileno, en cualquier caso, tendrá que decidir entre dos alternativas principales. Una es la principal tentación latinoamericana: un populismo autoritario en sus versiones de izquierda o de derecha. Se caracteriza por sus líderes carismáticos, chivos expiatorios y el supuesto de que la solución, sea cual sea, sólo afectará los intereses de los ricos y poderosos, sin demandar ningún esfuerzo del ciudadano común. La otra alternativa es la responsabilidad cívica. Ella requiere un compromiso y sacrificio proporcional por parte de cada ciudadano, y una comprensión de que las reformas requieren tiempo, que es necesario fijar prioridades en beneficio de los menos aventajados, y que vivir juntos supone un esfuerzo conjunto. Si bien el daño a la imagen internacional del país es significativo, el desastre tal vez nos ayude a despertar a una autoimagen más razonable.

Algunos aspectos de la crisis chilena son propios de nuestro país, mientras que otras características reflejan más bien tendencias contemporáneas generales. Pero existe una lección que todos pueden aprender de esta crisis: que gobernar es reformar, y que fracasar en eso supone pagar un precio terrible. La democracia debe consistir en un estado permanente de anticipación y reforma. La paz ganada por los políticos evitando tales reformas es muy distinta, y en realidad opuesta, a la paz política.