Columna publicada el 21.10.18 en La Tercera.

¿Por qué necesitamos museos, teatros y centros culturales financiados con nuestros impuestos? ¿Por qué deben existir fondos estatales para cubrir las necesidades de artistas y creadores? ¿Cuál es el interés público de todo este entramado?

Preguntarlo suena a herejía. Y es que todos hemos sido educados para repetir que la cultura, al igual que la educación, es valiosa por sí misma. Sin embargo, no la vivimos así.

Durante la Edad Media europea se consideraba que la formación en “artes liberales” acercaba a Dios. Bajo la Ilustración, que emancipaba la razón; razón que fue, además, el eje de la modernización reflexiva del viejo continente. En Chile, en cambio, nuestra modernización no fue ilustrada, sino que se basó en la diferenciación funcional del sistema económico. Es decir, en el capitalismo de consumo masivo.

Esto explica, por ejemplo, que a poca gente le importe que la mayoría de los egresados de nuestro sistema educacional no entienda lo que lee, pero que, en cambio, a muchos les importe intensamente cómo ese sistema distribuirá los títulos profesionales. Y es que la universidad, lejos de todo ideal ilustrado o religioso, es imaginada como la repartidora de certificados vinculados a las rentas futuras que dan, a su vez, acceso a los bienes de consumo que asignan un estatus social.

¿Por qué nos importaría, entonces, la cultura, que no se relaciona ni con el acceso al consumo ni con el estatus? ¿Qué rol puede tener ella en una sociedad que proclama las preferencias subjetivas como equivalentes e incuestionables, mientras no dañen a terceros? ¿Para qué sirve en un país cuyo máximo debate sobre el desarrollo versa sobre cómo equilibrar el crecimiento con la distribución del PIB? En tal contexto, la cultura puede subsistir como espectáculo, publicidad o adorno, pero su valor intrínseco se disuelve, al no ser parte de nuestro horizonte de desarrollo.

Pienso en esto ahora que el “mundo de la cultura y las artes” sale, como todos los años, a rogar recursos públicos. En el paro de museos que nadie recuerda. En que sólo el Museo de la Memoria tiene plata, porque es de interés político contingente. Pienso en la devaluación profesional producida por la idea de que la cultura “es un derecho” y “debería ser gratis”. En la pena de Pedro Morandé. En la injustificada existencia del imbunche llamado “ministerio de las culturas”. En Assler y su escultura rayada. En la espada robada de Bulnes. En la indiferencia general ante los descubrimientos de “El Olivar” o la donación de la colección numismática Petersen a la Universidad Austral. Y pienso, finalmente, en el incendio que consumió el descuidado Museo Nacional de Río.

Me detengo en esas llamas. Me imagino si algo similar ocurriera en Chile: vestiduras rajadas, competencia de congojas. Y, luego de los lamentos, “business as usual”.

Repito, entonces, la pregunta: ¿Cultura para qué? ¿Qué es aquello valioso que se pierde en un incendio como ese? ¿Lo sabemos, realmente? ¿Queremos, al menos, pensarlo?