Artículo de Eric Voegelin publicado originalmente en Review of Politics 36 (1974) a partir de una conferencia pronunciada en la Académica Católica Bávara y publicado en Wurzburgo en 1960. Traducción de Denise Bard para la revista IES Punto y coma.

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La tarea de esbozar la historia del liberalismo, aunque modesta, resulta difícil por razones metodológicas. Nos enfrentamos a la cuestión de si existe algo como el liberalismo como un tema claramente definible, y si acaso este tema, si no es claramente definible, puede tener una historia.

Nos referimos aquí a un problema metodológico general. Arnold Toynbee, por ejemplo, comienza su gran obra preguntándose si Inglaterra tiene una historia, y concluye que la nación inglesa como sociedad está tan estrechamente relacionada con la civilización occidental que resulta imposible escribir una historia inglesa sin examinar toda la historia dicha civilización.

Es en este sentido en el que se plantean las cuestiones acerca de cómo se debe delimitar el liberalismo y si éste tiene una historia. Y surgen más agudamente porque el caso del liberalismo es mucho más complicado que el de Inglaterra. Porque aunque algunas etapas de la historia inglesa, como por ejemplo la Reforma, solo pueden ser tratadas en relación con la historia general de la Reforma y la Contrarreforma en Europa, todavía hay largos períodos de historia aislada, específicamente inglesa.

En el caso del liberalismo, resulta difícilmente justificable reducir el tema a las sociedades nacionales alemana, francesa, inglesa o estadounidense. Todas las etapas regionales del liberalismo son solo partes de un movimiento occidental común, y difícilmente éste puede ser aislado de otros movimientos contemporáneos a él.

I.

Las cuestiones metodológicas deben plantearse, porque en el curso de los últimos treinta años la imagen del liberalismo ha cambiado completamente. Si se observa una obra estándar más antigua como la de Guido de Ruggiero de la década de 1920, se verá que, en esa época, al final de la era liberal, el liberalismo todavía parecía ser un fenómeno fácil de definir. Pero si observamos la literatura más reciente, veremos que el prototipo de la obra de Ruggiero casi ha desaparecido: hoy en día, las cuestiones del liberalismo se plantean en contextos más amplios. Permítanme caracterizar brevemente tres de los trabajos más recientes para ver en qué dirección se mueve hoy la investigación.

Consideremos primero el trabajo de Franz Schnabel, el historiador de Múnich, Deutsche Geschichte im 19. Jahrhundert, que apareció en 1934 (4 vols.; Friburgo, 1948). El segundo volumen contiene un tratamiento exhaustivo y penetrante del liberalismo. Aquí, mientras que hay un capítulo dedicado al concepto de tipo de liberalismo, la presentación histórica puede describir el fenómeno del liberalismo solo en el contexto de su lucha con otros movimientos del siglo XIX: reacción, restauración, conservadurismo, socialismo, etc. Es evidente que el liberalismo no es un fenómeno independiente; su esencia solo puede describirse adecuadamente en términos de su confrontación con otros fenómenos.

Dos décadas más tarde, en 1955, la obra de Joseph Lecler apareció en Histoire de la tolerance au siècle de la réforme. En esta excelente monografía sobre la historia de la tolerancia en la época de la Reforma hay una notable investigación sobre la génesis de las actitudes liberales de los conflictos religiosos. Del conflicto entre las iglesias, y del conflicto de ambas iglesias con el Estado, surgió una nueva actitud de tolerancia entre ellas y de ambas hacia el Estado. Lecler remonta los comienzos de la actitud liberal a una situación en la que el tratamiento más antiguo del liberalismo no suele buscarlos, a saber, el deseo de tolerancia que surgió de la experiencia de las guerras religiosas: la idea de que la verdad de la cristiandad no puede ser salvada por las iglesias que se exterminan unas a otras por causa del dogma, la idea de que las iglesias deben de alguna manera vivir juntas en una sociedad.

Finalmente, en su nuevo trabajo sobre Die dritte Kraft (Frankfurt, 1960), Friedrich Heer traza una importante línea de historia espiritual desde la iluminación de la época de Erasmo a principios del siglo XVI hasta la actualidad. Utilizando este enfoque de “tercera potencia”, Heer presenta la historia de un movimiento que intentó repetidamente estabilizar un orden liberal entre la revolución y la reacción, entre las alas izquierda y derecha de los movimientos políticos europeos que lo rodeaban. De ahí surge la imagen del movimiento político secular del que el liberalismo es una etapa.

El contexto que rodea y da sentido al liberalismo trasciende lo que se entiende comúnmente por liberalismo clásico, representado por John Stuart Mill.

II.

La imagen del liberalismo cambia porque el propio liberalismo cambia en el proceso de la historia. Y cambia porque no se trata de un conjunto de proposiciones científicas, atemporalmente válidas, sobre la realidad política, sino más bien de una serie de opiniones y actitudes políticas que tienen su verdad óptima en la situación que las motiva, y luego son superadas por la historia y se les exige hacer justicia a situaciones nuevas.

El liberalismo es un movimiento político que se desarrolla en el contexto del movimiento revolucionario occidental que lo rodea; su significado muta según las etapas de este movimiento. El siglo XIX fue su época de absoluta claridad, antecedida y seguida por épocas de menor nitidez, en las cuales se hace cada vez más difícil establecer su identidad. La mejor manera de adentrarnos en este campo semántico en permanente cambio es a través del término “liberal” en su punto de origen histórico y político.

Aunque, como hemos visto, los comienzos del liberalismo se remontan a principios del siglo XVI, la palabra liberal es una creación relativamente tardía. Aparece por primera vez en la segunda década del siglo XIX cuando un partido de las Cortes españolas de 1812 se hace llamar Liberales. Se trataba de un partido constitucional liberal que formó un frente contra los intentos de restauración de la monarquía.

A partir de ese comienzo, la palabra “liberal” entró en el vocabulario general en Europa, y al poco tiempo el continente presenció la formación de grupos, partidos y movimientos liberales. El primer uso de la palabra liberalismo es expresión de los problemas que enfrenta. La nueva actitud está tan estrechamente ligada a aquellas que confronta, que el conjunto de todas estas se transforma en una unidad de sentido que eclipsa cada uno de sus elementos. En la década entre 1810 y 1820, en paralelo a la idea de liberalismo, surgen las del conservadurismo y de la restauración.

La idea del conservadurismo es representada por la revista Le Conservateur de Chateaubriand, mientras la de restauración por la obra de Haller Restauration der Staatswissenschaft (1816). En una década surgen estos tres símbolos que, aunque en adelante designarán movimientos y partidos diferentes, están interrelacionados y agrupados en una unidad de sentido por el hecho de ser tres formas de reacción frente al fenómeno de la revolución. El significado de cada una de éstas se define respecto de la revolución; por lo tanto, es solo en el contexto de ella que pueden ser entendidos estos cuatro términos: revolución, restauración, conservadurismo y liberalismo.

Sin embargo, a pesar de haber comprendido lo anterior, aún no podemos determinar el sentido de estos símbolos con precisión, como en una definición conceptual. Pues en el proceso histórico los elementos de los movimientos se desarrollan incluso en relación unos con otros y cambian su significado. Permítanme señalar algunos cambios de significado.

En primer lugar, actualmente el término “liberal” se ha convertido casi en un equivalente de “conservador”. Esto sucede, de hecho, porque el liberalismo ha sido superado por nuevas oleadas revolucionarias más radicales, en oposición a las cuales desempeña el papel del conservadurismo, tal como ocurrió en la década entre 1810 y 1820, cuando el conservadurismo era conservador en oposición a la revolución y el liberalismo.

Raymond Aron, por ejemplo, respondía a la pregunta sobre su actitud política diciendo que era liberal, es decir, un conservador. Se podía decir lo mismo del economista Friedrich Hayek: es un liberal, es decir, un conservador respecto del socialismo, el comunismo o cualquier otra variante de la etapa revolucionaria que haya superado al liberalismo. Hoy, el prototipo de “liberal a la antigua” es considerado conservador.

En Estados Unidos tuvo lugar otro cambio de significado. En general, en el vocabulario político estadounidense, “liberal” no se refiere al liberalismo europeo del siglo XIX —hoy en día considerado conservador—, sino al contrario, se refiere a una posición política más progresista.

En términos generales, se puede sostener que en Estados Unidos el Partido Republicano es llamado conservador y el Partido Demócrata liberal-progresista. Sin embargo, lo que el Partido Republicano entiende por conservador es el liberalismo en su sentido europeo más antiguo; esto es, su oposición al socialismo, a la excesiva intervención del Estado, etc. Mientras tanto, el Partido Demócrata es liberal en la medida que su programa avanza hacia el estado de bienestar, el capitalismo de Estado y un decidido énfasis en los intereses de los sindicatos.

El cambio de significado hacia la izquierda es tan pronunciado, que “liberal” es utilizado frecuentemente como sinónimo de “compañero de viaje”[1]. Este cambio de significado se hizo posible en Estados Unidos porque el liberalismo europeo a la antigua apenas tenía ahí una existencia distintiva como movimiento político, y eso no se desarrolló porque en EE. UU. no contaba con el adversario con que el liberalismo se enfrentaba en Europa.

En la primera mitad del siglo XIX, durante la época de heroica lucha del liberalismo europeo, Estados Unidos no debió luchar contra los movimientos de restauración, ni contra un principio sobreviviente del monarquismo ni contra una iglesia políticamente activa aliada con el Estado. Resulta evidente que el liberalismo puede cumplir diversas funciones y tener diferentes matices según el contexto social.

El liberalismo experimentó un notorio cambio de significado desde la Segunda Guerra Mundial. Si observamos los frentes políticos de la posguerra —Alemania Oriental, Francia e Italia— notaremos la presencia de una fuerza política que no existía con tal masividad antes de la guerra: los partidos políticos más importantes están vinculados estrechamente con las iglesias católica y protestante.

A través de la asimilación mutua, el liberalismo y esta nueva fuerza llegan a un amplio acuerdo. Los liberales que habían sido sobrepasados por la revolución se vuelven conservadores y las organizaciones cristianas conservadoras se liberalizan de manera considerable. Así se posibilita la existencia de un frente común contra un enemigo común.

Pero nuevamente el peso del contexto social se hace sentir, y el curso de los acontecimientos no es inequívoco. Cuando los partidos de afiliación católica o protestante se transforman en adalides del liberalismo, los liberales rígidamente secularistas pueden volverse más secularistas y anticlericales aún y, como sucede en Francia, incluso inclinarse más decididamente hacia la izquierda, puesto que los conservadores han tomado el lugar de los liberales. Incluso pueden simpatizar con el Partido Comunista; sin embargo, bajo ninguna circunstancia serán comunistas. El Partido Comunista toma la función anticlerical que antes estaba en manos del antiguo liberalismo, en especial en Francia e Italia, ya que los antiguos liberales se inclinaron hacia la derecha, convirtiéndose en conservadores, en algunas ocasiones con marcados ribetes cristianos.

Pero ni siquiera esto termina con las complicaciones. Anteriormente sostuve que todos los símbolos —liberalismo, conservadurismo, restauración— solo pueden ser entendidos como formas de reacción contra la revolución. En Francia, durante la década de 1810, el liberalismo se adueñó de nuevo del símbolo de la revolución y lo hizo suyo. Detengámonos en este cambio de significado. En 1815, Charles Comte (no confundir con Auguste Comte), liberal, fundó el Globe.

En esta revista, Comte desarrolló el programa de un liberalismo cuya tarea sería continuar con la revolution permanente. ¿En qué consiste esta revolución permanente? Comte creía que en el ancien regime existían injusticias sociales espantosas y que la revolución había estallado porque las reformas necesarias no fueron implementadas a tiempo.

Si no se hace lo suficiente para satisfacer las demandas de justicia social del pueblo, el resultado es la revolución. Si deseamos evitar que estos horribles acontecimientos se repitan en el futuro, debemos lograr que aquello que la revolución logró con métodos lamentables sea alcanzado, en el momento oportuno, mediante instrumentos de reforma menos desagradables. La revolución debe volverse permanente, pues la existencia de una política permanente y flexible de reformismo disipa el terror revolucionario. Aun cuando cambió de nombre, la idea de Charles Comte siguió viva en las políticas liberales y, a través del liberalismo reformista del siglo XIX, se convirtió en lo que actualmente se conoce como “cambio pacífico” en Estados Unidos.

La idea de un cambio pacífico —una política oportuna de adaptación a la situación social, que durante la era de la revolución industrial cambia muy rápidamente— se ha convertido hoy en día en una constante en todas las corrientes del liberalismo. Desde este punto de vista, el liberalismo se transforma en un método para llevar a cabo la revolución con medios menos destructivos.

Por más plausible y tentador que parezca, este liberalismo es débil, ya que subestima en gran medida los motivos y las fuerzas que subyacen a la revolución. De hecho, el liberalismo no evitó los horrores de la revolución, sino que se vio obligado a desempeñar el papel conservador en la era de los regímenes totalitarios. Ciertamente, Charles Comte tuvo razón al pensar que en el liberalismo hay algo de revolución; pero esa revolución llega mucho más lejos de lo que el liberalismo considera deseable. Esto se hizo evidente en el curso de la revolution permanente del siglo XX.

León Trotsky adoptó la idea durante la etapa revolucionaria que recientemente superó al liberalismo. Él fue un agudo analista del movimiento revolucionario; sabía que lo que llamamos revolución (ya sea la actual Revolución comunista o la Revolución Francesa, cuyas implicancias comprendemos recién en la actualidad) es un movimiento —y que como tal, vive en lo que consigue mover—. El revolucionario radical debe convertir la revolución en un estado permanente; no hay posibilidad alguna de comprometer o consolidar algún logro. Tan pronto como se permita una meseta de estabilización, la revolución habrá terminado.

Para mantener viva una revolución hay que llevarla más lejos: prospera con la inquietud, necesita un adversario permanente, debe encontrar obstáculos para ser superados, etc. Si no hay más obstáculos, más imperialistas o desviacionistas, muere por falta de objetivos para atacar. La revolución solo puede terminar cuando ha alcanzado su meta. Y esta es precisamente la perspectiva que expone Trotsky en su idea de revolución permanente: en el sentido moderno, la revolución no persigue producir condiciones estables; la revolución es la condición mental y espiritual de un acto que no tiene un fin racional.

La revolución puede ser permanente puesto que su objetivo oficial, que según la doctrina comunista es una sociedad cuyos miembros se han convertido en superhombres, es inalcanzable. La revolución se vuelve permanente cuando el revolucionario plantea un objetivo ex definitione irrealizable porque requiere la transformación de la naturaleza humana. Al ser esta inmutable y permanente, pone obstáculos en el camino hacia el objetivo paradisíaco. Si el objetivo de la revolución es definido por una filosofía gnóstica de la historia, el objetivo de la acción revolucionaria no es racional. Trotsky lo comprendió, aunque lo expresó de manera diferente.

Abordé este cambio de significado de la revolución permanente no porque sea una curiosidad histórica, sino porque el liberalismo implica la cuestión de la revolución permanente. La idea de Charles Comte —que el objetivo de la revolución podría ser alcanzado mediante un proceso permanente de reforma, sin efectos secundarios desagradables— pertenece a un género de reflexión gnóstico-utópica. Está íntimamente relacionada con la idea progresista del siglo XIX, adscrita por Kant y Condorcet, de que se puede lograr un estado final de racionalidad humana en un proceso de infinita aproximación. Pero esto, sin embargo, es imposible, porque el hombre es mucho más que un ser racional.

Por lo tanto, no es accidental que el revolucionario comunista haya retomado la revolución permanente de los liberales. Porque en el liberalismo también está presente el elemento irracional de un estado definitivo y escatológico, de una sociedad que producirá, a través de sus métodos racionales y sin disturbios violentos, un estado de paz eterna. El liberalismo también es una parte del movimiento revolucionario que vive en la medida en que esté en permanente movimiento. Desde Charles Comte hasta Trotsky existe una creciente corriente de opinión que considera que el movimiento reformista, al cual también pertenece el liberalismo, es un estado de cosas único en tanto su meta final no puede ser realizada.

La interrelación entre liberalismo, revolución y restauración se aclarará con una breve reflexión sobre el homónimo más ilustre de Charles Comte, Auguste Comte. En el tercer volumen de su obra La Jeunesse d’Auguste Comte (París, 1933), Henri Gouhier entrega un estudio notable acerca de “La revolución y la restauración”. Allí Gouhier plantea la interrogante respecto de si Comte fue un liberal, un ejecutor de la revolución francesa o un fenómeno de la restauración. Con mucha sutileza, demuestra que la repuesta puede ser afirmativa en los tres casos.

Para los franceses, el movimiento revolucionario llegó a un límite extremo, se detuvo y luego se volvió regresivo; el extremo considerado aquí es el que sobrepasó al liberalismo en la fase revolucionaria más reciente. Esto se refleja de manera más clara en dos personajes, Robespierre y Hébert. Durante la revolución, Robespierre, representante del deísmo, quiso establecer un culto al Être suprême, el ser supremo. Hébert creía que el deísmo constituía una concesión demasiado grande al cristianismo y al clericalismo, y quería un culte de la raison, algo demasiado ateo a ojos de Robespierre. De estos dos hombres, Robespierre era el revolucionario conservador, mientras que Hébert era el revolucionario radical que quería deshacerse por completo del contenido espiritual del cristianismo, incluso en la pálida forma del deísmo.

Ahora examinemos la posición de Auguste Comte en el contexto de esta tensión entre conservadurismo y radicalismo. En relación a Robespierre, Comte era revolucionario: no quería volver ni al deísmo ni al culto del Être suprême. Se convirtió en el fundador de una nueva religión, la religion de l’humanité. Siendo así el sucesor de Hébert, quiso deificar la razón y organizar a la nueva humanidad por medio del espíritu de la razón deificada; fue el albacea de la revolución, un revolucionario radical que estuvo en contra de todos los movimientos restauracionistas y liberales de su tiempo. Por otra parte, sin embargo, Comte también podría ser considerado como conservador, ya que no quería en absoluto volver a la época del Terror. De hecho, quería dejar atrás el Antiguo Régimen y también el populismo revolucionario de la Comuna de París, cuyo representante había sido Hébert.

Comte buscó una nueva manera de fusionar el contenido espiritual de la revolución con una organización conservadora. Deseaba que, bajo su pontificado, se uniera el poder temporal de los industriales al poder espiritual de los intelectuales. Esta es la imagen de una sociedad medieval, con los administradores en lugar de los príncipes feudales y los intelectuales positivistas en lugar del clero. Considerando los acontecimientos posteriores, se podría decir que este es el modelo de un fascismo industrial bajo el mando de una secta gnóstica. Desde este punto de vista, Comte era un conservador.

Y, por último, está el Comte admirado por los liberales de su tiempo. En la primera etapa de su obra, llamada “intelectual”, atacó la metafísica y la religión desde su posición cientificista. A los liberales les gustó este actuar. Es la etapa en que Comte traba amistad con John Stuart Mill y Émile Littré y se vuelve influyente a nivel internacional. Especialmente John Stuart Mill fusionó en su liberalismo mucho de lo que tomó prestado de Comte. Pero los amigos liberales se asustaron y enojaron con la segunda etapa, llamada “religiosa”, en la que quería crear una organización mundial autoritaria de intelectuales positivistas, la cual fundó como si se tratase de una nueva iglesia. En ese punto se produjo un quiebre entre Comte y los liberales.

Para nuestros propósitos, es importante establecer que nunca hubo dos etapas ni en la vida ni en el trabajo de Comte. Gouhier ha demostrado que las ideas de la llamada segunda etapa figuraban, al menos en líneas generales, en los primeros escritos de la década de 1820. Comte procedió según lo planeado y desarrolló gradualmente el concepto completo de su primer período; el Comte liberal, el conservador y el revolucionario constituyen una sola personalidad.

Sin embargo, para los historiadores liberales de la segunda mitad del siglo XIX este fenómeno resultaba tan aterrador e incomprensible que inventaron las dos etapas e inclusive llegaron a atribuir la segunda a una enfermedad mental. Los dos Comte perduran incluso en el siglo XX: el primero, como fundador de la sociología, sigue inspirando las ciencias sociales neopositivistas; el segundo, el Comte religioso, ha sido sustituido por el marxismo. Lo que atemorizó a los liberales moviéndolos a plantear estas construcciones defensivas fue el elemento revolucionario radical en Comte, que volvió penosamente evidente el hecho de que también el liberalismo tiene un contenido gnóstico.

El comportamiento de los liberales hacia Comte suscita una reflexión fundamental. Comte agradaba a los liberales mientras atacaba la teología y la metafísica y abría la perspectiva de una sociología análoga a la física. Sin embargo, él sabía que imitar los métodos de las ciencias naturales en las ciencias sociales no es sustituto adecuado ni para el orden espiritual ni para su simbolismo teológico-metafísico. Él era consciente de que tenía que proponer un orden espiritual alternativo para reemplazar el orden espiritual que atacó por considerarlo falso. Allí yacía, más allá del pensamiento que tenía en común con los liberales, su comprensión de la dimensión espiritual que también, y, sobre todo, debe encontrar su cumplimiento.

Comte era, de hecho, un auténtico revolucionario del espíritu; sabía que no era suficiente atacar a la autoridad espiritual, y debido a esta conciencia del problema, fue un pensador más importante que cualquier otro pensador liberal que jamás haya existido. Con esta diferenciación entre Comte y un simple liberal, encontramos la razón por la cual el liberalismo debe ser inevitablemente superado por la revolución, espiritualmente mucho más poderosa. No se puede escapar de la revolución. Quien participe en ella por un tiempo, con la intención de jubilarse pacíficamente con una pensión llamada liberalismo, descubrirá tarde o temprano que la insurrección revolucionaria que persigue destruir instituciones socialmente dañinas y obsoletas no es una buena inversión para un jubilado.

III.

Hemos hablado de la revolución del espíritu, de la cual el liberalismo es una etapa, y hemos visto que los autores más recientes remontan los comienzos del movimiento hasta el siglo XVI. El liberalismo clásico del siglo XIX tiene su lugar en este movimiento mundial. Desde luego, aquí es imposible presentar una sinopsis de la historia. El objeto es tan amplio que una investigación de los detalles solo revelaría la vanidad del intento. Un esbozo del modelo debe ser suficiente.

El movimiento revolucionario sigue su curso en grandes oleadas. En cada una se puede distinguir, en primer lugar, el estallido real de la revolución; en segundo lugar, el contramovimiento y la organización de la resistencia; y finalmente, un período de quietud y ajuste, de estabilización en un nuevo nivel, hasta el momento del siguiente estallido.

Ahora podemos distinguir tres de estos ciclos desde el siglo XVI. El primero comienza con la Reforma, que engendra la Contrarreforma. El segundo comienza con la Revolución Francesa, que provoca los contramovimientos de reacción y restauración. El último ciclo comienza claramente con la Revolución comunista. Su contramovimiento correspondiente no está tan claramente definido. Sin embargo, su efecto se ha convertido en mundial puesto que esta tercera oleada ha reverberado mucho más allá de su centro en Occidente.

La resistencia asume formas tan diferentes como la reacción masiva de derecha, en Occidente, del fascismo y el nacionalsocialismo (que tienen su propio carácter revolucionario), el movimiento de resistencia del mundo libre contra el comunismo (que, sin embargo, puede hacer alianza con el comunismo contra el carácter revolucionario del fascismo y el nacionalsocialismo), y la oposición de un “tercer mundo” neutral (imposible de reseñar claramente, al estar eclipsado por el movimiento de liberación del colonialismo occidental). Cada una de estas oleadas de movimiento y contramovimiento cuenta con su correspondiente fenómeno de estabilización.

Con el agotamiento producto de las guerras de religión surge una ideología única de estabilización, la llamada ley natural. Se trata de un intento de fundar un nuevo orden de la civilización occidental sobre ideas obtenidas con independencia de la revelación y los dogmas de las iglesias. Quizá Hugo Grocio formuló con mayor claridad esta intención, al sostener que deseaba basar los principios de la ley natural en axiomas tan infalibles como los de las matemáticas. Dada su propia naturaleza, el intento de construir las verdades acerca del orden humano y social more mathematico tenía que fracasar: así, el siglo de la ley natural fue inundado por la siguiente oleada revolucionaria.

Después de la revolución y la organización de la resistencia durante las guerras de coalición, y después del período de reacción, sigue un período de estabilización. Quizá la era del liberalismo podría ser caracterizada como este período de estabilización, correspondiente a la era de la ley natural, después de la primera oleada revolucionaria. Todavía es imposible decir algo acerca de la estabilización después del tercer ciclo revolucionario, ya que los enfrentamientos bélicos entre revolución y resistencia siguen en curso, y las complicaciones se han extendido por todo el mundo.

Pero en el mundo occidental, la combinación de un concepto liberal de la economía con una política del estado de bienestar permite vislumbrar los esbozos de una estabilización. Esta cuenta con la característica adicional de que la degeneración espiritual alimentada por las ideologías, si bien no ha sido superada, ha sido notoriamente aliviada gracias a la tendencia de los estabilizadores a recurrir a las fuentes del cristianismo y de la razón.

IV.

Hemos tratado el liberalismo como una etapa del movimiento revolucionario. Es momento de definir su contenido. Podemos usar como guía la clasificación de los cuatro aspectos del liberalismo que hace Franz Schnabel en la Deutsche Geschichte [Historia de Alemania]: los aspectos político, económico, religioso y científico. Esta clasificación está orientada fundamentalmente a la forma alemana de liberalismo; hay que hacer hincapié en otros elementos, en cierta medida, si se quiere aplicar a otras naciones occidentales.

En el ámbito político, el liberalismo está definido por la oposición liberal a ciertos abusos, que deben ser eliminados. El liberalismo está sobre todo en contra del antiguo estado policial, es decir, en contra de la invasión del ejecutivo en los ámbitos judicial y legislativo; en la política constitucional, los liberales exigen la separación de poderes. En segundo lugar, se oponen al antiguo orden social, es decir, a la posición privilegiada del clero y la nobleza. En este punto es posible ver la debilidad de una actitud política ligada al contexto; más adelante profundizaremos al respecto.

Con el tiempo, cuando la creciente clase obrera se vuelve políticamente capaz de dirigirla, el ataque contra los privilegios se redirecciona contra la propia burguesía liberal. En el transcurso del movimiento revolucionario, el ataque solo puede terminar cuando la sociedad se ha vuelto igualitaria. Finalmente, el liberalismo se vuelve en contra del vínculo entre la iglesia (sin importar cuál) y el Estado, transformándose así en un movimiento anticlerical.

En el ámbito económico, el liberalismo significa la derogación de las antiguas restricciones legales que limitaban la libre actividad económica. No debe haber ningún principio ni ningún motivo para la actividad económica a no ser el claro interés propio. Se supone que las acciones emprendidas en interés propio, racional y anticipado conducirán al orden social armonioso.

Un tercer frente es el religioso, que debe diferenciarse de la actitud anticlerical cuyo objetivo es la separación de la iglesia y el Estado. Más allá de esta petición constitucional, el liberalismo rechaza la revelación y el dogma en tanto fuentes de verdad; descarta la sustancia espiritual y se transforma en secularista e ideológico.

La posición científica del liberalismo no puede separarse siempre de su posición religiosa. Su esencia es la asunción de la autonomía de la razón humana inmanente como fuente de conocimiento. Los liberales hablan de la investigación libre en el sentido de una liberación respecto de las “autoridades”, es decir, no solo de la revelación y el dogmatismo, sino también de la filosofía clásica, cuyo rechazo se convierte en una cuestión de honor debido a su asociación medieval con el escolasticismo.

V.

En cada uno de estos cuatro aspectos el liberalismo ha tropezado con dificultades. La batalla programática siempre se puede librar con éxito hasta cierto punto, solo para caer en una nueva dificultad, más grave que la superada. Ahora debemos examinar más de cerca la manera en que el liberalismo es cooptado y hundido. La debilidad del liberalismo político es su creencia en el valor redentor de un modelo constitucional construido en oposición a la monarquía absoluta y al estado policial.

Los pilares de la construcción son las demandas de derechos humanos fundamentales, la separación de poderes y el sufragio universal. Los tres requisitos no son axiomas sistemáticos, sino que su conjunción es históricamente contingente. Los derechos humanos fundamentales son el sedimento, convertido en ley, del jus divinum et naturale que obligaba a los gobernantes de la Edad Media y del Renacimiento, aun cuando su cumplimiento de las obligaciones dejase mucho que desear. Utilizando la imagen de un tesoro cultural hundido en las profundidades, se podría decir que son una lista de lo que se salvó de los deberes del gobernante, cuyo fundamento religioso y metafísico ya no está permitido en una época en la que se perdió la sustancia espiritual.

La imperativa división del poder, que a menudo se considera uno de los puntos principales del programa constitucional liberal, tiene un estatus ambiguo. En Europa, al norte de los Alpes, se convierte en el centro de atención a partir de fines del siglo XVII. Montesquieu elogió el modelo de la práctica constitucional inglesa en las décadas posteriores a la Revolución Gloriosa; y las ideas de la constitución mixta y del equilibrio de poderes, parcialmente influidas por el concepto de equilibrio de la nueva mecánica, contribuye a su dignidad teórica.

Sin embargo, el desarrollo de la práctica constitucional inglesa se alejó prontamente de la división de poderes para dirigirse hacia la soberanía del parlamento. En 1787, cuando el principio de la división de poderes se incorporó a la Constitución estadounidense, ya había desaparecido en la Constitución inglesa.

Solo después de mediados del siglo XIX, la práctica constitucional inglesa se dio a conocer a un público más numeroso y diverso, gracias a la obra de Walter Bagehot, The English Constitution (Nueva York, 1877). Por lo tanto, difícilmente se puede hablar de la división de poderes en tanto exigencia fundamental del liberalismo. Se trata más bien de un modelo de moda, cuyo destino y razonable pretensión de apoyo están condicionados por el contexto de información o de desinformación imperante.

Por último, en un comienzo, para los liberales el sufragio universal no era en absoluto un objetivo político; era un elemento populista, que los más antiguos trataban de levantar en su contra. El principio de sufragio sobre la base de la propiedad y la educación. El sufragio universal se convirtió de manera gradual en una demanda liberal, solo bajo la fuerte presión política de las bases.

Un modelo constitucional tan manifiestamente vinculado con la contingencia histórica conduce de manera inevitable a dificultades, y causa graves daños cuando se dogmatiza, se vuelve una visión de mundo y sus elementos se elevan a artículos de fe. La catástrofe de su exportación a sociedades no occidentales se hace evidente para todos, pero no es necesario que miremos tan lejos.

Dentro del propio Occidente, Europa ha estado al borde de la destrucción por la propaganda internacional contra las estructuras políticas que no se corresponden con el modelo del Estado nacional liberal y por la locura de introducir el modelo sin transición en sociedades que no lo habían producido. Especialmente el malentendido de los derechos humanos básicos, que incluye el privilegio de destruir ideológicamente el orden existente, ha tenido consecuencias mortales en sociedades sin una tradición política madura como la alemana.

Hoy el fuego escatológico del modelo está, si no apagado, considerablemente disminuido. Hoy sabemos que las sociedades no se vuelven libres a través de las constituciones liberales, sino que las sociedades libres producen constituciones liberales y pueden funcionar en su marco —una relación a la que John Stuart Mill se refirió enfáticamente—.

El colapso del modelo económico está estrechamente relacionado con el fracaso del modelo constitucional. El modelo económico, en su concepción inglesa, estaba originalmente relacionado con una situación donde la concentración de población era relativamente baja y la economía era predominantemente agraria.

El modelo de la condición natural, a partir del cual Locke desarrolló su construcción constitucional, fue la sociedad de los pioneros norteamericanos, en la cual cada jefe de familia es un terrateniente que junto con su familia administra su pedazo de tierra ganándose la vida y produciendo un excedente. En el Segundo tratado del gobierno civil, Locke formula el modelo drásticamente: “En el comienzo, todo el mundo era América” [§49].

Este arquetipo sobrevive vigorosamente en la resistencia jeffersoniana a la sociedad industrial, cuyo desarrollo destruyó el armonioso equilibrio original entre los ciudadanos de igual potencial económico. Se creó una nueva estructura de poder con la cual no contaba el liberalismo agrario original.

Cuando la sociedad se diferenció entre capitalistas y trabajadores, el modelo de sociedad de ciudadanos libres e iguales fue superado por una realidad que presionaba hacia la crisis de la lucha de clases. Así surgió la problemática ético-social, que después de largas luchas políticas condujo a la introducción masiva de elementos socialistas en la estructura económica liberal.

La superación —mediante la historia— de la actitud antirreligiosa del liberalismo es tan conocida que bastará con una breve reseña al respecto. El ataque liberal fue dirigido contra el dogmatismo y la autoridad de la revelación. Si tan solo se pudiesen eliminar estas influencias sobre el pensamiento y la vida pública, entonces el ser humano libre podría ordenar racionalmente la sociedad con su razón autónoma. Sin embargo, si en la práctica se logra expulsar con éxito el cristianismo de los hombres, éstos no se convierten en liberales racionales, sino en ideólogos. El indeseable orden espiritual no es reemplazado por el liberalismo, sino por una u otra ideología, todas igual de intensas emocionalmente.

Los liberales no lo preveían, pues la imagen del hombre había sido deformada de manera tan negativa por su concepción de la razón inmanente, que la problemática del espíritu y de su trascendencia había desaparecido de su campo de visión. La ideologización del hombre —que no fue buscada por el liberalismo, pero que sí contribuyó a causar—, tiene como resultado político la imposibilidad de funcionamiento del modelo constitucional liberal. Como lo hemos visto en la República de Weimar, si la mayoría de los votantes son comunistas y nacionalsocialistas, pueden formar un bloque mayoritario que imposibilita el funcionamiento de la Constitución.

La problemática científica del liberalismo está estrechamente relacionada con la religiosa. Técnicamente, para estar seguros, las preguntas sobre este ámbito son mucho más complicadas. En este sentido, debemos conformarnos y estar satisfechos con unas cuantas sugerencias. Hasta donde puedo juzgar, el concepto de razón autónoma e inmanente no causa daño alguno ni en las matemáticas ni en las ciencias naturales matematizadas.

Sin embargo, en las ciencias del hombre y de la sociedad destruye el objeto, pues el hombre es la imago Dei y participa con su esencia en el Ser trascendente. Si se define la razón inmanente como la esencia del hombre, se destruye la ontología en tanto ciencia fundamental, y la posibilidad de una ciencia social racional adecuada a su objeto deja de existir.

El resultado es la decadencia de las ciencias sociales, que caracteriza al período liberal tardío, y que actualmente está siendo superada por la restauración de la ratio y de la ontología. Un ejemplo de esta decadencia en curso de superación es el método de relación entre valores y el relativismo moral que, en tanto ideología, ha tenido un éxito comparable al del marxismo, el positivismo o el psicoanálisis en todo el mundo.

La esencia de la teoría del valor es la transformación de la jerarquía objetiva de los bienes, con el summum bonum que la completa de modo trascendente, en postulados de valor humano. Se considera que el tema de las ciencias sociales está constituido por la relación con los valores actuales, mientras que la validez de éstos solo se puede establecer mediante postulados. Mientras el método se utilice en un contexto rico en tradiciones, el peligro no es tan evidente, ya que los “valores” se mantienen relativamente próximos a la jerarquía objetiva tradicional de los bienes. Pero si el método se aplica en una sociedad minada e infestada de ideología, el resultado es que se tendrá tantas definiciones del tema como posturas de valor ideológico existen.

La ciencia se transforma en una apología de las diferentes ideologías. Esta extrema consecuencia llamó mi atención con ocasión de un discurso en Heidelberg, cuando, durante el debate, un joven de la Escuela de Alfred Weber se opuso a mí e insistió en que, para seguir siendo objetivo, el científico social debe hacer su ciencia según el espíritu de la época, ya que solo los valores reconocidos en ese momento constituyen los criterios para elegir y ordenar el tema de investigación. Al situarse fuera del espíritu del tiempo e introducir criterios ontológicos, eso pasa a ser subjetivismo.

Así, uno solo es objetivo si se une subjetiva y arbitrariamente a alguna ideología de la época; si uno intenta encontrar fundamentos objetivos para los juicios acerca del orden social, uno es subjetivo. Ejemplos de opiniones similares podrían darse desde el ámbito de las ciencias sociales neopositivistas. Frente a esta destrucción radical de las ciencias sociales, hoy nos encontramos ante el problema de su reconstrucción a través de la restauración de una ontología crítica.

VI.

Permítanme resumir el resultado de estas observaciones. En tanto etapa del movimiento revolucionario, el liberalismo ha dejado un sedimento en la sociedad occidental contemporánea. Parte de este sedimento es la tendencia hacia la separación de la iglesia y el Estado, que se originó en los siglos XVI y XVII, antes del período liberal en sentido estricto.

Aunque no siempre fue necesaria la separación formal de la iglesia y el Estado, como en Estados Unidos, el trauma de las guerras religiosas hizo necesaria la resolución de que bajo ninguna circunstancia se volverían a permitir que los conflictos organizacionales o dogmáticos entre las iglesias alcanzara un rango político tan alto en los asuntos públicos, que provocasen la división de la sociedad en partes enfrentadas en una guerra civil.

En esta resolución está implícita una actitud de tolerancia en la medida en que el estallido de las hostilidades solo puede evitarse si se acepta una sociedad religiosamente pluralista. Se ha implementado una política positiva de libertad religiosa y de conciencia para todos, cuyo único límite son las costumbres de la sociedad y el derecho penal. Por ejemplo, una secta de adanitas informados por su conciencia de que la verdad desnuda de Dios es mejor representada cuando uno camina desnudo por la calle, difícilmente será tolerada.

El caso no es ficticio, y causó gran preocupación a Roger Williams en su religiosamente liberal Rhode Island. La poligamia, también, difícilmente puede ser permitida (los mormones tuvieron que renunciar a ella cuando Utah pasó a formar parte de Estados Unidos). Se permitió que la tolerancia religiosa mantuviera su influencia dentro los límites indicados; y donde todavía se la cuestiona, se le permite establecerse.

Otra parte del sedimento dejado por el liberalismo es una cierta resistencia —que se activa lenta pero decisivamente solo en determinados casos— a aquellos fenómenos sociales que fueron objeto específico del ataque del liberalismo durante su época de lucha, sobre todo las tendencias a favor de una constitución dictatorial, y los intentos de implementar socialmente una autoridad espiritual organizada.

Por último, podemos mencionar dos fenómenos más, que no pueden ser llamados parte del sedimento dejado por el liberalismo ya que apuntan, por el contrario, a la transformación del liberalismo bajo la presión de los acontecimientos históricos; no obstante, hoy están tan profundamente arraigados en el liberalismo que pertenecen a la forma adoptada por éste en la sociedad contemporánea.

La primera es la absorción de las demandas éticas y sociales por parte del liberalismo clásico. Esto ha producido la amalgama que conocemos con varios nombres: New Deal, estado de bienestar, Soziale Marktwirtschaft, etc. El segundo fenómeno es que la sustancia cristiana comienza a alimentar el liberalismo. Debemos cuidarnos de no afirmar que la manera de recapturar la sustancia cristiana es siempre la más apropiada y prometedora. Sin embargo, el fenómeno es tan potente que en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial los partidos cercanos a las Iglesias podían convertirse en partidarios de políticas liberales en tres de los principales países del continente: Alemania, Francia e Italia.

A la luz de estas consideraciones podemos decir que, por un lado, el liberalismo tiene una voz decidida respecto de la situación política de nuestro tiempo; por otro lado, sin embargo, hoy sus ideas de razón autónoma e inmanente, y del sujeto autónomo de la economía, apenas pueden considerarse como vivas y fructíferas; por lo tanto, es posible declarar muerto el liberalismo clásico de sello secularista y capitalista-burgués.

Eric Voegelin (1901-1985) fue un filósofo político estadounidense nacido en Colonia, Alemania. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad de Viena, donde se convirtió en Profesor Asociado de Ciencias Políticas. En 1938 huyó de los nazis junto a su mujer, emigrando a Estados Unidos, país del que se hacen ciudadanos en 1944. Pasa la mayor parte de su carrera académica en la Universidad Estatal de Louisiana, la Universidad de Munich y el Instituto Hoover de la Universidad de Stanford. Algunos de sus libros más relevantes son La nueva ciencia de la política y Order and History (5 vols.). Su obra completa está publicada en los 34 volúmenes de The Collected Work of Eric Voegelin (Columbia y Londres: University of Missouri Press, 1989-2008).