Columna publicada el 14.07.19 en El Mercurio.

Óscar Landerretche dijo estar disponible para una eventual candidatura presidencial. En principio, una declaración de este tipo no debería llamar mayormente la atención. Después de todo, se cuentan por decenas los políticos dispuestos a todo por llevarse el premio mayor. Este caso es aún más excéntrico pues, como el mismo Landerretche ha reconocido, la aventura está plagada de obstáculos, y pocos apostarían dinero por ella. Se trata de un académico que nunca ha sido candidato a cargos de elección popular, que no ha sido medido en encuestas, y cuyo porcentaje de conocimiento es escaso (o derechamente nulo) más allá de la élite. Y, sin embargo, su anuncio produjo un efecto singular, al concitar apoyos variados sin casi recibir críticas.

Este fenómeno admite varias explicaciones. Por un lado, Landerretche puede representar un recambio auténtico, que excede el plano meramente generacional. Este dato es importante: hay muchos políticos de su edad que querrían lanzarse en la carrera a La Moneda, pero que no han encontrado el espacio ni el modo. Guste o no, están contaminados por los desvaríos de los últimos años. Esto puede ilustrarse con un simple ejemplo: si Lagos Weber fuera candidato, ¿sería laguista o bacheletista?, ¿u otra cosa?, ¿cuál?

Aunque Landerretche siempre ha pertenecido al mundo político (y, muy importante, no reniega de él), su trayectoria le permite alcanzar un registro algo distinto. Si se quiere, tiene la distancia perfecta con la política activa. Su proyecto no es personal (como fue el caso de Andrés Velasco o el de Marco Enríquez-Ominami), pero conserva cierta independencia respecto de los aparatos. Esto conecta con un segundo aspecto digno de destacar: Landerretche tiene un discurso y un diagnóstico sobre la situación del país. Desde luego, ese discurso tiene múltiples dificultades, y de seguro hay infinitas cosas por afinar, pero el hombre tiene un marco comprensivo a la hora de enfrentar la realidad. Sobra decir que aquí reside su principal ventaja, pues su sector se parece a una tierra arrasada que hace mucho tiempo perdió toda capacidad de orientación.

Ahora bien, esto también supone dificultades. Landerretche encarna a la perfección el ethos socialdemócrata liberal que nuestra oposición viene rechazando sistemáticamente desde hace años. Tras el primer triunfo de Sebastián Piñera, el progresismo criollo no alcanzó a hacer el inventario de lo ocurrido. El 2011 acogió —con alma de borrego— todas y cada una de las consignas del movimiento estudiantil, para luego entregarse —con la misma alma borrega— a la popularidad de Michelle Bachelet. Esa doble concesión acalló cualquier posibilidad de reflexión razonada: ¿para qué pensar (y leer programas) cuando se pueden ganar elecciones? Sin embargo, el síntoma era bastante profundo, y produjo sus secuelas. La Nueva Mayoría estalló en pedazos, y la derecha recuperó el poder logrando una votación inédita. Peor, el entonces oficialismo prefirió perder con Guillier que con Lagos, condenándose de paso a la irrelevancia política actual. Esto explica, por ejemplo, que el PS lleve más de seis semanas enfrascado en una pugna de bajos fondos sin que nadie esté muy preocupado del asunto.

De algún modo, Landerretche representa un revisionismo muy severo respecto de la trayectoria que ha seguido la centro-izquierda desde el 2010 hasta acá. Landerretche es la Concertación, no tanto porque quiera repetir mecánicamente viejas recetas, sino porque simboliza a un mundo moderado que no sintió vergüenza por lo obrado en los 20 años de neoliberalismo con rostro humano, ni se dejó tentar por las sirenas del otro modelo ni del Frente Amplio. En ese contexto, el académico enfrenta una dificultad mayúscula, que no puede ocultarse: su primer deber es ofrecer una explicación de lo ocurrido y, eventualmente, hacerse cargo de las consecuencias políticas. Landerretche aspira a ser el candidato de un sector cuya identidad se ha desdibujado profundamente tras las múltiples vueltas de carnero y, para superar ese estado, hace falta bastante más que un simple borrón y cuenta nueva.

Con todo, la principal dificultad viene por otro lado. Se trata del espectro Michelle Bachelet, que está más vivo que nunca. Digo espectro porque, aunque resulte muy poco viable, la mera posibilidad de regreso distorsiona cualquier composición de lugar. La exmandataria se ha convertido en un obstáculo mayor al condensar todas las contradicciones vitales que la oposición no logra superar. En el fondo, su legado es un regalo envenado que nadie quiere tocar. La ausencia de Bachelet —sobre todo cuando reside en el extranjero y tiene cargo en la ONU— es siempre una forma de presencia paralizante, que vuelve muy arduo cualquier esfuerzo de reconstrucción. Este esfuerzo implica resignarse a la derrota; mientras que, con ella, siempre se puede ganar. Tal es la tragedia que envuelve a la oposición, y tal es el nudo gordiano que Landerretche (o quien fuere) debe decidirse a cortar.