Columna publicada el lunes 20 de marzo de 2023 por La Segunda.
La semana pasada el sociólogo Alexis Cortes, miembro de la Comisión Experta designado por el Partido Comunista, dijo que el principio de subsidiariedad “es incompatible con un Estado social” y que darle cabida en la propuesta de nueva constitución “implicaría violar una de las bases institucionales” del proceso en curso. Me temo que Cortés se equivoca. Veamos por qué.

En primer lugar, el experto del PC parece creer que la quinta base del proceso apoya su lectura, pero ocurre justo lo contrario. Esta base habla no sólo del “Estado social”, sino también de “libertades fundamentales”, de un desarrollo de los derechos sociales mediante “instituciones estatales y privadas” y del “bien común” como finalidad del Estado. Un principio que —Cortés debería saberlo— guarda estrecha relación con la subsidiariedad en la tradición de la que emanan ambas nociones. Si nos atenemos a las bases, la incompatibilidad sólo existe en la mente del sociólogo comunista.

Además, Cortés supone que existe un solo modo de entender el Estado social. Pero, como recordaba hace pocos días el académico Felipe Bravo en estas páginas, la experiencia internacional al respecto es cualquier cosa, menos uniforme. Así lo confirma una somera revisión de los estudios relativos al capitalismo de bienestar: hace tres décadas el destacado sociólogo danés Gøsta Esping-Andersen ya distinguía entre el modelo liberal, el nórdico basado en prestaciones universales y el continental articulado en torno a los seguros sociales. Por lo demás, hay cláusulas de Estado social en Alemania y España, en Brasil y Colombia, en Bolivia y Venezuela (entre otros). Uno puede intuir cuál es el diseño favorito del mundo comunista, pero esto no autoriza a desconocer esa diversidad ni menos a pretender instalar la propia posición como la única legítima.

Asimismo, el experto del PC asume que la subsidiariedad sería sinónimo de algo así como Estado mínimo o carente de protección social. Pero, más allá de nuestros problemas y deudas pendientes, esta descripción no calza con la situación actual de Chile —por ejemplo, ahí están la PGU y el 20% del gasto público en Educación—, ni tampoco con ninguna concepción seria del principio de subsidiariedad. Como se ha insistido en el debate público nacional al menos desde 2015, este principio busca hacer justicia a las legítimas competencias de la sociedad civil y, en particular, favorecer una coordinación de la vida social en apoyo (y no en desmedro) de las agrupaciones intermedias y locales. Eso explica su relevancia en ámbitos que exceden al económico, desde la educación a la organización territorial. Naturalmente, esta clase de inquietudes sólo pugnan con un Estado proveedor u omnicomprensivo. ¿Eso quiere Cortés?