Columna publicada el 02.06.19 en El Mercurio.

La irrupción de Andrés Allamand en la escena presidencial puede ser leída como una nueva muestra de la legendaria ansiedad que, según algunos, ha marcado la trayectoria del senador. En los últimos decenios, Allamand ha sido muchas cosas —articulador de la transición, líder de la patrulla juvenil, ícono de la derecha liberal, enemigo jurado de la UDI y del jarpismo, exiliado en el desierto, precandidato frustrado—, pero nunca ha perdido de vista su objetivo final. En esta lógica, su reciente anuncio no debe extrañar: más allá de sus talentos, el hombre siempre ha estado un poco a destiempo.

Esta fue, al menos, la interpretación que realizó el Presidente. “Hay muchos”, dijo, “que toda su vida aspiran a ser candidatos”. Así, Sebastián Piñera intentó marcar la distancia: por acá estamos aquellos que hemos alcanzado la primera magistratura, allá —bien lejos— están aquellos cuyo nombre ni siquiera ha rozado la papeleta. La respuesta recuerda un poco a Lagos, quien trataba a Lavín de “segundón”. Aunque era evidente que la candidatura del senador no sería del agrado del Ejecutivo, la reacción contiene una virulencia extraña, incluso en el contexto de una relación turbulenta. Mal que mal, Piñera también fue aspirante por muchos años; y, además, Allamand posee características que pueden ser muy necesarias en el deslavado contexto político actual. Así las cosas, resulta imprescindible ensayar una explicación alternativa: el enojo del primer mandatario es signo de algo más.

De hecho, todo esto admite una lectura inversa: si la carrera presidencial está desatada, es porque el Gobierno ha perdido toda capacidad de iniciativa política. Si se quiere, el gesto de Allamand revela, para bien o para mal, todas y cada una de las dificultades que acechan hoy al Gobierno. Los candidatos emergen naturalmente allí donde se perciben vacíos y espacios en blanco, y Allamand no ha hecho más que volver visible ciertas debilidades estructurales del Ejecutivo. Si esto es plausible, la indignación presidencial es, a fin de cuentas, manifestación de su propia impotencia política.

En efecto, la profunda desorientación que afecta al Gobierno no tiene nada de casual. A quince meses de haber asumido el poder, y después de haber alcanzado una mayoría inédita en la historia de la derecha, el Ejecutivo deja la constante sensación de dar palos de ciego. Hay muchas iniciativas, algunas de ellas bien orientadas, pero la agitación adolescente —lluvia de anuncios, continua presencia mediática, multiplicación de frentes y medidas de distinto orden— no alcanza a esconder cierto inmovilismo de fondo. En otras palabras, la gestión de asuntos varios no logra inscribirse en un discurso más amplio que permita dotarla de sentido. El Gobierno corre y transpira, pero a ratos da vueltas en círculo. De allí las constantes crisis: dado que no hay sentido de la jerarquía, todo se vuelve potencialmente explosivo. Es urgente, por tanto, fijar una o dos prioridades, y desde allí construir un discurso coherente. A estas alturas resulta incluso ocioso discutir cuáles podrían ser esas prioridades, porque el problema es más por exceso que por defecto.

A esto se suman los graves problemas que desde hace meses arrastra el equipo de ministros. Por motivos que resulta difícil comprender, se ha preferido postergar un inevitable cambio de gabinete, perdiendo un tiempo precioso. En este punto, hay ciertamente un problema de diseño. El esquema actual, que tiende a concentrar todas las decisiones en el Presidente, está agotado. Por de pronto, expone innecesariamente al primer mandatario, que debe intervenir en demasiadas cosas, diluyendo su mensaje. Luego, deja un margen de maniobra muy disminuido a los secretarios de Estado. El excesivo centralismo gubernamental está a punto de convertirse en un problema crítico para todo el oficialismo (incluyendo al propio Presidente), porque impide tomar altura, controlar la agenda y diversificar los liderazgos. Sin un gabinete solvente y robusto, el invierno será muy largo.

Por mientras, la vida política seguirá transcurriendo fuera de los márgenes controlados por el Ejecutivo. La anticipada candidatura de Allamand —y de tantos otros que sólo esperan su momento— es mucho más efecto que causa. Si el Gobierno no sale de su inercia, toda la derecha se verá obligada a desplegar una agenda con relativa independencia: los objetivos son cada día un poco más divergentes, y esa brecha puede seguir creciendo hasta hacerse inmanejable. Dicho en simple: si el Ejecutivo no cambia rotundamente el libreto, se volverá irrelevante. Y la culpa no será de Allamand, ni de los eternos candidatos, ni menos de la oposición, sino de la dinámica inducida por el propio Gobierno. Tal es la tragedia que enfrenta hoy el primer mandatario: o renuncia a sí mismo —asumiendo que necesita mucha más política de la que quisiera—, o se condena a seguir corriendo en círculos en busca de un objetivo que ignora. Está en juego el futuro del oficialismo y el legado histórico del mismo Sebastián Piñera, único Presidente de centroderecha desde el retorno de la democracia. No es poco.