Columna publicada el domingo 4 de abril de 2021 por El Mercurio.

La obligada postergación de las elecciones —inicialmente previstas para el próximo fin de semana— ha sacado a la luz todas las miserias de nuestra vida política. En efecto, en pocos días hemos asistido a un festival inaudito de errores, mezquindades, chambonadas y chapucerías. Todo esto, desde luego, permite dudar de la capacidad de nuestra clase política para hacerse cargo de los enormes desafíos que enfrenta nuestro país.

El primer capítulo fue protagonizado por el Gobierno. A principios de marzo, y contra toda la evidencia, el Ejecutivo se resistió obstinadamente a postergar las elecciones. El cambio de opinión solo se produjo al filo de los plazos legales, y cuando era imposible seguir negando el escenario catastrófico, para emplear el lenguaje del ministro Paris. Además, el Gobierno apareció reaccionando frente a las intervenciones de la presidenta del Colegio Médico y del exministro Mañalich. Como si todo esto fuera poco, se falló también en la puesta en escena. Por razones evidentes, no hay nada más sensible para el sistema político que una modificación de las reglas electorales; y, por lo mismo, cualquier cambio debe negociarse de antemano. Sin embargo, el Presidente decidió anunciar la postergación sin concertación previa, dejando al país en un limbo político.

Ahora bien, nada de lo dicho exculpa a la oposición, que tiene su cuota de responsabilidad en el entuerto. Después de todo, y salvo contadísimas excepciones, sus dirigentes nunca manifestaron la menor disposición a postergar los comicios. El Presidente de la DC, incluso, acusó al Gobierno de querer sabotear el proceso constituyente, negando en los hechos que existiera un problema de salud. Luego, pusieron condiciones que no guardaban directa relación con el acto electoral, instrumentalizando la pandemia con otros fines. Así, los mismos que han acusado durante un año al Gobierno de haber descuidado la dimensión sanitaria no tuvieron el menor empacho en poner por delante sus propios intereses. La situación solo se aclaró cuando la presidenta del Senado se reunió con el primer mandatario —quizás el único momento de auténtica política de la semana—.

De allí en adelante, todo fue desorden y demagogia. Por un lado, sectores de oposición ya han empezado a discutir la pertinencia de acusar constitucionalmente tanto al ministro Paris como al Presidente de la República, como si esa fuera la prioridad del momento. Por otro lado, un grupo de parlamentarios ha seguido impulsando el tercer retiro de los fondos previsionales, que ya fue declarado inconstitucional por el TC, al menos en dicha modalidad. Peor, se trata de una medida altamente regresiva, pues los más vulnerables ya no cuentan con fondos disponibles. En rigor, los retiros están operando como una droga dura para los políticos: promesa fácil de liquidez sin costo alguno. Todo esto resulta aún más llamativo si consideramos que la iniciativa cuenta con el apoyo entusiasta de un candidato oficialista (Mario Desbordes) y de parlamentarios de gobierno (por ejemplo, el diputado Coloma). En otro plano, la UDI tardó minutos en emitir un comunicado criticando duramente las restricciones anunciadas por el Gobierno el viernes por la mañana. Es cierto que el Gobierno ha cometido errores, algunos de ellos muy graves, pero gobernar requiere espacios mínimos de lealtad interna que la derecha perdió hace mucho tiempo, y que permiten dudar de su proyección futura.

Ahora bien, una de las señales más reveladoras vino de la Cámara, donde se aprobó una indicación según la cual se suspende el pago de intereses por los créditos para financiar gastos electorales. La medida —que luego fue revertida por el Senado— es insólita porque importa arrogarse un extraño privilegio que ningún otro chileno ha tenido: la de fijar unilateralmente las condiciones de pago de sus deudas. Es difícil imaginar una situación con mayor conflicto de interés: ya no se está legislando en vistas de la situación general, sino solo para favorecerse a sí mismos. En el fondo, esta semana la clase política se ha visto sometida a la misma situación de millones de chilenos: interrupción obligada de actividades, suspensión de eventos, deudas acumuladas, cambios repentinos en las condiciones, y así. Su reacción no ha sido la de compartir ese destino con sus representados, sino la de acomodarse a partir de sus privilegios. Presumo que no lo perciben, pero están agravando la mayor enfermedad que aqueja a nuestro sistema: la desconexión entre la política y la ciudadanía. Para la anécdota quedará que la indicación proviene del Frente Amplio, que había prometido renovar ese vínculo.

En este escenario, no resulta nada sorpresivo que Pamela Jiles lidere los sondeos de opinión. Hoy, todos bailan a su ritmo, siguen su tono e imitan su estilo. Este contexto nos obliga a formular la pregunta —crucial de cara al proceso constituyente— sobre nuestro sistema político. Este parece atrofiado, fragmentado hasta el infinito (¿cuántos candidatos tiene la oposición?) e incapaz de responder a las demandas sociales. Mientras no enfrentemos esos dilemas, en lugar de convertir la discusión constitucional en un nuevo milenarismo plagado de derechos indeterminados, seguiremos asistiendo al mismo festival.