Columna publicada el 11.06.19 en El Líbero.

Durante el último tiempo hemos visto cómo importantes instituciones y autoridades de nuestro país, en mayor o menor medida, han ido perdiendo la confianza de la ciudadanía. Escándalos vinculados con el Ministerio Público, el poder judicial, las Fuerzas Armadas y Carabineros, la Iglesia Católica, o con la misma presidencia, han tenido como consecuencia la instalación de un clima de “crisis de confianza”. Como es de esperar, distintas voces han criticado las malas prácticas o propuesto distintas maneras de superarlas.

Como es evidente, sin instituciones confiables no puede haber una democracia sana, lo que justifica tomar medidas para superar esta crisis. Varios criterios sirven para analizar la pertinencia de las posibles reformas. Una que puede ayudar a fortalecer la confianza en las instituciones es apuntar a que la ciudadanía las sienta como propias. Esto exige que ellas se adapten a la idiosincrasia del país.

La población, por decirlo así, debe identificarse con sus instituciones. Debe entenderlas y encontrarles sentido. Cuando una institución imita a otra foránea situada en otro contexto, no puede esperarse que funcione de la misma manera, porque en su diseño están supuestas las características propias de ese contexto. La incertidumbre en torno a la elección de gobernadores, de alguna manera, evidencia lo anterior. Esta medida parece no tener sustrato cultural: en cierta forma, la elección y las nuevas (y escasas) atribuciones de una autoridad regional hacen recordar algo del federalismo, pero ¿puede eso funcionar en un sistema como el nuestro de la noche a la mañana? Como las importaciones extranjeras no responden necesariamente a las características de la sociedad ni a sus demandas actuales, mal pueden percibirse por la ciudadanía como instituciones legítimas. Y, como es obvio, de la legitimidad depende en gran medida la confianza. Por lo mismo, una institución que no está arraigada en la cultura, probablemente, fracasará.

Por el contrario, instituciones pensadas según las condiciones concretas de cada sociedad pueden cumplir de mejor manera su cometido. La reforma procesal penal es una muestra de ello. Ésta recogió, por un lado, lo propio de nuestro sistema jurídico continental, y por otro, la tradición oral y la cercanía de la cultura latinoamericana. Así, aun con todas las críticas que puedan hacérsele, se trata de un sistema eficaz y que goza de legitimidad entre la ciudadanía. Estas características pueden ayudar a superar la crisis de confianza en la que nos encontramos: confiamos en aquellas instituciones que entendemos, que no nos son ajenas y que funcionan correctamente.

Bien parece que las reformas a las instituciones pueden robustecer la confianza de la ciudadanía en ellas, y con ello, probablemente también la democracia, pero alcanzar este fin depende no tanto de la profundidad de las reformas, como de su pertinencia y el cuidado al diseñarlas.