Columna publicada el 12.02.19 en La Segunda.

Pareciera que la religión despierta un creciente interés en nuestro espacio público. Este panorama se explica en gran medida por los numerosos abusos sexuales –y de poder y conciencia– cometidos al interior de la Iglesia católica, y también de otras confesiones. Pero eso no es todo, hay algo más. Basta recordar la atención que despertó la encuesta del CEP sobre el estado de la religión en Chile, o los acalorados debates que siguieron a la visita de Richard Dawkins, conocido promotor del ateísmo. ¿Cómo entender este escenario?

Una posible clave de comprensión es que, tal como subraya Charles Taylor, la secularización del mundo occidental se caracteriza por la multiplicación de opciones y expresiones religiosas; no por su extinción. Todo indica que la pregunta por el sentido de la vida (y de la muerte) es constitutiva de la condición humana, y que la respuesta específicamente religiosa continúa siendo una alternativa válida en la mente y en las prácticas de una porción muy significativa de ciudadanos. De ahí que sea un error asumir –como lo hicieron ciertas elites– que la dimensión religiosa desaparecería del horizonte vital de las personas en virtud del “progreso” o el “fin de la historia”, como si se tratara de una experiencia arcaica que necesaria e inevitablemente sería superada.

Si lo anterior es plausible, conviene repensar la participación pública, y en particular, política, de los creyentes. Durante décadas, las elites cosmopolitas han abrazado una visión demasiado reduccionista de la noción de “razón pública”, que tiende a negar toda legitimidad al pensamiento religioso. Esta aproximación es problemática por varios motivos. Por un lado, diversas manifestaciones de ese tipo de pensamiento apelan a argumentos racionales. Por lo mismo, no temen someterse al escrutinio público y son, en principio, accesibles a cualquier ciudadano que intente tomarlas en serio, más allá de su credo particular (es el caso de ideas como “bien común” o “subsidiariedad”, tal como reconociera John Rawls). Por otro lado, las propias fronteras de la “razón pública” son contingentes: su delimitación forma parte del debate sobre la vida común. Así, no cabe excluir a priori argumentos cultivados al interior de una tradición religiosa de reflexión. Asumir lo contrario implica dar por sentado el objeto de la disputa.

Además, hay un motivo adicional para repensar la manera en que se acoge la creencia religiosa en la esfera pública. Como ha sugerido Yoram Hazoni, si el mainstream descarta la pertinencia de toda idea con aroma religioso, los nacionalismos y populismos que dicen darle cabida a esos planteamientos pueden ser una opción cada vez más tentadora para no pocos creyentes. A veces nadie sabe para quién trabaja.