Columna publicada el 25.12.18 en El Líbero.

Muchos se morirían de aburrimiento con sólo pensar en ganarse la vida encerrado todo el día en una biblioteca, escribiendo libros y haciendo clases. Otros, con hacer trabajos más o menos mecánicos. Tal vez la primera imagen que se nos viene a la cabeza es la del burócrata, sentado en un escritorio con una ruma de papeles que dan cuenta de las actividades del Estado, en una oficina en el centro de Santiago, con paredes blancas algo polvorientas y alguna que otra imagen colgada en la pared.

A veces los abogados hacen ambas cosas, como es el caso del Contralor Jorge Bermúdez. En su vida pasada (esa que tal vez le parezca tan extraña, casi irreconocible) trabajó en algunos gobiernos de la Concertación, y se dedicó a hacer clases y a escribir. A diferencia de su desempeño como funcionario de la Contraloría, su trayectoria académica es transversalmente respetada y sus publicaciones —sus manuales, sobre todo— son leídas por alumnos y profesores de Derecho a lo largo del país. Antes de serlo, quizás Bermúdez era el perfecto candidato a Contralor, porque en muchos sentidos ser Contralor es como escribir manuales.Así como en el manual no encontramos grandes innovaciones teóricas, tampoco es eso lo que se espera de quien se dedica a controlar la legalidad de los actos del Estado.

Los manuales de derecho, por lo general, buscan sistematizar información. Sistematizar es sin duda un ejercicio difícil, y el rol de mediador exige cualidades académicas importantes. Sin embargo, salvo contadas excepciones, es difícil decir que los manuales muevan las fronteras del conocimiento, si se me permite la expresión, porque no es lo que pretenden hacer. Así como en el manual no encontramos grandes innovaciones teóricas, tampoco es eso lo que se espera de quien se dedica a controlar la legalidad de los actos del Estado. Es, en principio, un trabajo sin grandes agitaciones. Y esto no es un defecto, sino más bien su dignidad. Así como la maquinaria del Estado tiene un poder tal sobre nuestras vidas que es importante evitar arbitrariedades —por eso el control—, también es útil contar con textos que nos introduzcan a temas complejos y muy tratados. Tal vez no sea la actividad más vibrante para quienes buscan grandes transformaciones en la arena política, pero es importante. Tan importante que Max Weber le atribuyó al funcionario profesional un nivel de exigencia casi comparable al asceta, negándose a sí mismo e imponiéndose una disciplina como pocas. El funcionario, explicó Weber, se honra con su capacidad de ejecutar una orden con la que discrepa como ella si respondiera a su propia convicción.

Pero la trayectoria de este Contralor parece estar en abierta oposición a la filosofía del buen burócrata. Es como si se hubiese rebelado: todo indica que tiene una agenda. Su entrevistadel sábado 15 de diciembre en El Mercurio, criticada transversalmente por izquierda y derecha, retrata a un personaje que anda más bien en busca de fama. Y eso está lejos de ser todo. Su dictamen que restringía la objeción de conciencia institucional en casos de aborto, equiparando órganos estatales con hospitales y clínicas de la sociedad civil subsidiadas, buscó zanjar la gran discusión política de los últimos años: el sentido de lo público. Es decir, en un par de párrafos resolvió la pregunta por cuánto aportan las comunidades y sus asociaciones a lo público. Su respuesta fue: muy poco. El paradigma de lo público, nos dijo, es el Estado. Esta discusión, crucial para el país, no está para ser resuelta por un funcionario como él. Dicho en el lenguaje de los abogados, no es ni lo que la Constitución ni la ley le exigen. Sobre su derrota 8-0 en los tribunales a propósito del despido de la subcontralora Dorothy Pérez ya no hay mucho más que decir, salvo sumarlo a la lista de aquello en que se ha sobrepasado en sus funciones.

Algunos dirán que aquí falló el diseño institucional, y el Gobierno parece estar pensando en esto al anunciar una posible reforma. Pero ni siquiera el más agudo y sólido diseño, como por ejemplo el recogido en El federalistacuya traducción será prontamente publicada en Chile por el IES—, es capaz de prever todo. La institucionalidad tiene límites inherentes, y allí donde sus resguardos no llegan empiezan las virtudes del funcionario. Ni el mejor diseño puede reemplazar la continencia, la opacidad, el rechazo a la arbitrariedad y la fidelidad al derecho. Quien lo entendió muy bien fue Pedro Prado, Premio Nacional de Literatura de 1949. En su novela Un juez rural, narra la historia de un juez que, luego de ver que cometió errores, renuncia a su cargo para dedicarse a una vida extrañamente contemplativa. Detrás de la melancolía y paseos por el campo encontramos el espíritu que hoy necesitamos del funcionario estatal. Esa cautela en el ejercicio del poder, esa conciencia de que la autoridad es algo tan necesario como peligroso, y que su lugar allí es siempre de tránsito, pues lo que custodia es más grande que él: estaba antes de que naciera y lo estará mucho después de nuestros días.