Columna publicada en diario La Tercera, 24.07.13

 

Foto: 24horas.cl

Después del estrecho triunfo de Pablo Longueira sobre Andrés Allamand en las primarias del 30 de junio, la derecha ha vivido algo así como una tormenta perfecta, que ha desatado todos los viejos fantasmas que nunca han terminado de morir. Porque incluso antes de la bajada del candidato electo, los síntomas no eran muy alentadores: derrotas mal asumidas y acuerdos nocturnos habían provocado un clima poco feliz. Todo esto se radicalizó con la renuncia de Longueira, y la derecha volvió, una vez más, a desandar todo lo andado.

Fue un lugar común, durante casi 20 años, atribuir las tendencias fagocitarias de la derecha a su condición opositora: tantos años fuera del gobierno, se decía, le pasan la cuenta a cualquiera. Sin embargo, ya sabemos que las cosas son distintas, porque el hecho de haber ejercido el poder no cambió demasiado las cosas. Hasta podría decirse que las complicó al introducir un tercer factor desigual (el gobierno) en el juego de fuerzas: donde antes tenían que concordar dos, ahora son tres. En conclusión, puede decirse que el espíritu unitario del sector no ha crecido mucho con el poder, y eso no habla bien del nivel de responsabilidad política de sus dirigentes. No se trata de predicar el espíritu unitario -como en los debates-, sino de comprender que toda acción política requiere algún grado de complicidad. Si es cierto que la política consiste en la creación de cosas comunes, entonces la derecha falla en lo más básico, porque ni siquiera ha sido capaz de hacer política hacia dentro -y eso explica en parte sus dificultades para hacerla hacia fuera.

Puestas así las cosas, nada de lo ocurrido en los últimos días debería sorprendernos. Como de costumbre, la UDI le sacó varios cuerpos a Renovación Nacional, en velocidad y astucia, al nominar a Evelyn Matthei como su candidata. Si la UDI es un partido disciplinado y jerárquico, donde las decisiones se toman y se ejecutan rápido, Renovación es una agregación de individualidades cuyas alianzas internas sólo se explican por enemistades compartidas, al punto que uno pierde la cuenta de las rivalidades cruzadas que explican sus vaivenes. La UDI es ordenada (y por eso hegemónica; le molesta la existencia del otro), mientras que sus aliados son impredecibles y orgullosos de no tener que obedecerle a nadie.

El punto es que en política el orden suele ser más efectivo que el desorden, y por eso la UDI corre con tanta ventaja en cualquier pulso con Renovación: no es tanto una cuestión de números ni de votos como de maneras de concebir la acción política. Con todo, la UDI también corre serios riesgos al abusar sistemáticamente de su posición dominante. En lugar de generar la complicidad indispensable para cualquier proyección común, produce frustración -y así cayó Joaquín Lavín en el ya célebre consejo general de RN el 2005-, y así Carlos Larraín estará dispuesto a cualquier cosa con tal de amargarles el año a sus socios. ¿Cómo salir de este círculo infernal, que dura ya 30 años? Aquí no hay atajos, y la única solución pasa por construir una cultura política que permita la existencia de lealtades mínimas. No obstante, eso exige un profesionalismo político -subordinar las pasiones inmediatas a las exigencias del oficio- que los actuales dirigentes no suelen practicar.