Columna publicada el 15.11.18 en The Clinic.

Hace veinte años, yo tenía veinte años. Eduardo Frei era presidente, y muchos nos dejábamos encandilar con la primera versión del cosismo lavinista. Hace veinte años, Augusto Pinochet era apresado en Londres. Era el fin de un largo momento, y también el fin de una falsa ilusión: la transición no tenía por qué ser eterna. El cambio, desde luego, no fue inmediato; y baste recordar los denodados esfuerzos de los gobiernos concertacionistas –incluyendo a destacados personeros socialistas– por traer a Pinochet de regreso. De hecho, la lógica de la transición seguiría predominando en el escenario político por al menos un decenio más (es sabido que los sistemas institucionales procesan con retardo los cambios que se producen en otros planos).

Quizás hay que buscar por acá la gran virtud que tuvo, desde sus inicios, The Clinic. En efecto, logró encarnar a la perfección a una generación que se sintió frustrada por la cultura de la transición –no por su política, tampoco por su economía– y fundó un medio para manifestar esa insatisfacción. Por un lado, habían desaparecido las revistas y diarios de oposición a Pinochet. Pero, además, las categorías habían mutado: ya no se trataba de luchar personalmente contra el dictador (preso en el extranjero), sino contra su legado. El poder de los fácticos había de ser derribado, pero no por las vías tradicionales. El legado fue definido de un modo bien directo, aunque bastante amplio: todo aquello que oliera al viejo mundo. Durante muchos años, la principal función de The Clinic fue precisamente esa: demoler sistemáticamente los resabios del mundo antiguo, utilizando todos los recursos del humor, del sarcasmo y del ridículo. En esto, hay que decirlo, no les faltó talento, ni tampoco una respetable dosis de coraje (por más que cueste comprenderlo hoy). Si el objetivo era romper las barreras, los códigos, la moral y las buenas costumbres, puede decirse que el pasquín ahora veinteañero cumplió con éxito su función: fue un entusiasta adolescente buscando escandalizar una y otra vez a las abuelitas. El resultado está a la vista: hoy es posible decir cosas que eran impensables hace veinte años.

“La pregunta puede sonar brutal, pero vale la pena formularla en toda su radicalidad: ¿en qué medida el humor corrosivo de esas portadas ha servido para cultivar las virtudes cívicas que tanta falta nos hacen hoy?” 

Ahora bien, otra pregunta es si acaso este proceso merece ser descrito inequívocamente como un avance. Y aquí, me temo, cabe introducir un matiz, que guarda relación con la filosofía progresista a la que The Clinic adhirió de modo más o menos consciente. En efecto ¿qué significa romper con lo antiguo? ¿Tenemos algo mejor con qué reemplazar aquello que queremos dejar atrás? ¿Estamos seguros de que lo nuevo será necesariamente mejor que lo viejo? ¿Qué se gana escandalizando a las abuelitas, qué mundo emerge de allí? A veces pienso que las contradicciones vitales de The Clinic –y de toda la generación que representa– se explican porque quedó atrapado en un lugar histórico un tanto extraño: es un fiel reflejo de los noventa, pero le cuesta asumirse como tal. Es noventero porque cree en los consensos, en el progreso, en la globalización y en la vulgata de Fukuyama, y al mismo tiempo quiere ser rebelde al interior de esos moldes. En castellano, eso se llama neoliberalismo, que es algo así como una versión recargada del viejo progresismo de izquierda. De allí lo ambiguo del fenómeno que encarna: nos liberó de atavismos y nos enseñó a reírnos de nosotros mismos, pero quizás reforzó algunas lógicas que, en el fondo, hubiera querido combatir.

“Con todo, si acaso es cierto que el espacio público que habitamos hoy le debe mucho a The Clinic –y a todo lo que representa–, no podemos olvidar que ese espacio no sólo tiene aspectos amables.” 

El mejor ejemplo son, sin duda, sus portadas. Siempre ingeniosas, muchas veces ofensivas, ampliaron las posibilidades del humor al mismo tiempo que fueron estrechando inexorablemente aquello que Orwell llamaba la decencia ordinaria (único límite posible a la expansión infinita del mercado). La pregunta puede sonar brutal, pero vale la pena formularla en toda su radicalidad: ¿en qué medida el humor corrosivo de esas portadas ha servido para cultivar las virtudes cívicas que tanta falta nos hacen hoy? ¿O esas virtudes también forman parte del mundo que debe ser abatido? ¿Tiene esto alguna relación con que la generación siguiente haya preferido la política y las instituciones a la eterna irreverencia para intentar cambiar el mundo? Desde luego, no se trata de culpar a un periódico de todos los males de la cultura ni de la decadencia de Occidente. Por lo demás, soy el primero en reconocer que en estas páginas se ha cultivado un periodismo de excelencia, poniendo en pauta temas silenciados desde ángulos originales. Además, siempre conservó una distancia consigo mismo. Con todo, si acaso es cierto que el espacio público que habitamos hoy le debe mucho a The Clinic –y a todo lo que representa–, no podemos olvidar que ese espacio no sólo tiene aspectos amables.

Hace veinte años, yo tenía veinte años. Hace veinte años, solía caminar con mi abuela por las calles de Viña del Mar, esquivando cuidadosamente las portadas de The Clinic. Con el paso del tiempo creo haber comprendido mejor algunas cosas, y he cambiado de opinión en tantas otras. De hecho, ahora leo The Clinic, cuestión inconcebible para un lavinista de aquel tiempo. Sin embargo, nunca he terminado de entender qué tenían en contra de mi abuela.