Columna publicada el 25.10.18 en La Tercera.

Vlado Mirosevic, diputado del Frente Amplio, ha propuesto no sólo legalizar la eutanasia, sino también extenderla a menores de edad. Para no ser menos (¡nada peor que quedarse abajo del tren progresista!), el resto de la oposición evalúa apoyar la iniciativa. Este cuadro vuelve a confirmar, una vez más, la profunda desorientación que padece la izquierda local.

Por un lado, y más allá de la retórica, el compromiso de este sector político con la dignidad de cada persona va quedando en el olvido. Si antes comprendió que los seres humanos, por el solo hecho de ser tales, gozan de valor intrínseco, hoy promueve acciones que atentan deliberadamente contra su existencia, tanto al inicio como al término del ciclo vital. Que esto afecte en especial a los más débiles y que contradiga la noción misma de derechos humanos, inviolables en todo tiempo y lugar, no parece generar ni siquiera una duda al respecto.

Por otra parte, no deja de sorprender la peculiar ecuación que busca articular nuestra izquierda. Ante las cámaras sus liderazgos despotrican una y otra vez contra el profundo individualismo que corroería nuestra sociedad. Al legislar, sin embargo, impulsan “soluciones” de este tipo, en virtud de las cuales la vida de los más vulnerables pende del hilo de la autonomía y el consentimiento individual. Su alucinación con la soberanía absoluta e ilimitada del individuo es tan intensa que incluso se la quiere extender a niños y adolescentes. Pero si aquella fantasía ya resulta problemática e inconsistente con un discurso que se tome en serio la justicia y los deberes con los demás, su aplicación en menores definitivamente conduce a toda clase de aporías. Aunque ellos, en el mejor de los casos, sólo pueden realizar ciertos actos autorizados por sus padres (o por quienes cumplan su papel), estarían legitimados ni más ni menos que para decidir si continuar viviendo o no.

Todo lo anterior pone sobre la mesa múltiples interrogantes sobre el proyecto político de la izquierda. ¿Cómo conciliar su retórica flagelante con el abandono de aquellos seres humanos más frágiles y que más cuidados requieren? ¿Qué relación guarda esta aproximación con una sociedad al servicio de sus miembros menos favorecidos? ¿Qué tan libre puede ser el consentimiento en esas circunstancias? ¿Qué diferencia hay entre todo esto y las lógicas libertarias que la propia izquierda dice criticar? ¿Alguien será mínimamente consciente de que el progresismo cultural –tal como denunciara Rafael Gumucio– suele significar el progreso de la industria y del capital?