Columna publicada en El Líbero, 28.03.2017

Carlos Peña las ha emprendido, en sus últimas columnas, contra Alejandro Guillier -y lo que Guillier representa-, por un lado, y contra los intelectuales que susurraron cosas al oído de Bachelet, por otro. En el primero ve un germen de demagogia, moralina y venta de humo. En los segundos atisba diagnósticos sobreideologizados y voluntaristas, que hicieron perder el rumbo del sano reformismo socialdemócrata al nuevo mandato de la Presidenta. Esta segunda crítica, aunque fue genérica, se entendió como apuntando tanto hacia Pedro Güell -y su diagnóstico del malestar bajo el capitalismo desarrollado al alero del PNUD- como hacia Fernando Atria y el diagnóstico y propuestas “antineoliberales” de El otro modelo.

En mi opinión, Peña se encuentra guiado por una intuición correcta, pero que aterriza demasiado pronto, perdiendo la perspectiva general del problema que atrae su atención. El nombre de ese problema general es la deslegitimación de la política y de los políticos. Una de las consecuencias de ello es la penetración de personajes de las comunicaciones y de la academia en la arena política. Y los objetivos de la afilada pluma del rector son simplemente ejemplos concretos de dicha penetración. Ese, creo yo, debería ser el orden del análisis.

El sistema político tiene como objetivo mantener la unidad del cuerpo político. Es decir, la unidad de la diferencia política. Esto, en términos concretos y modernos, significa legitimar las operaciones del Estado. Los representantes, con toda su diversidad, lo son de la unidad del cuerpo político, y lo que sus operaciones buscan es mantener los mínimos indispensables de dicha unidad y tratar de darle dirección, siendo largamente discutido cuál debería ser esa dirección. Esta deliberación pública, y los partidos y facciones que genera, son parte de la acción aglutinadora: nación que delibera unida, permanece unida. ¿No es acaso esta idea la que lleva a muchos a proponer cuotas indígenas en el Congreso?

El político, porque es un aglutinador, un mediador, un negociador, un persuasor y un seductor, es poco dado a las rigideces. Puede ser una persona de principios, claro, pero rara vez lo será de ideologías muy claras y delimitadas, salvo en momentos de la historia particularmente rígidos y violentos. “Busca votos”, dicen muchas personas, como si se tratara de un interés bajo. Pero esos votos son el símbolo, el indicador, de la legitimidad. Malos son los políticos que intentan hacer cosas, especialmente grandes cosas, sin la legitimidad necesaria. Y conseguir la legitimidad necesaria requiere manejar, entre otros, el arte de la transacción. Por eso la historia de los grandes políticos democráticos está repleta de vueltas de chaqueta, giros y trompos que se despliegan sobre un horizonte de convicciones generales más o menos estables. Tal es el caso, por ejemplo, de Winston Churchill o de Benjamin Disraeli, cuyos nombres me vienen a la cabeza por haber leído hace poco sus biografías. Muy pocas veces la vida de un político en un sistema democrático con buena salud es algo así como el despliegue material en todos sus detalles de tal o cual ideología. Y cuando lo es, suelen ser políticos bastante irrelevantes.

La política incluye, entonces, transacciones y negociaciones. Muchas de ellas privadas, porque su publicidad podría dañar demasiado la imagen de quienes se sientan en la mesa a ponderar, ofrecer, rechazar y aceptar acuerdos. El camino hacia un buen trato puede tener tramos poco decorosos para las partes y lo que ellas representan. Y en el proceso de dichas negociaciones el representante no deja su rol público por el hecho de no ejercerlo con publicidad. Al contrario, representa a electores que saben que tienen que transar y buscar acuerdos, pero que no quieren ver debilitadas sus causas ni desvalorizados sus anhelos en el camino. La privacidad de los acuerdos es, muchas veces, lo que permite salvar la esperanza, mantener la frente en alto y lograr avances estratégicos de gran valor. Es una especie de pudor de la buena política.

Un buen ejemplo histórico musicalizado de esto lo encontramos en el musical de moda, Hamilton, cuando George Washington le hace ver a Alexander Hamilton que no tiene los votos para que la Unión asuma la deuda de los estados, y que tendrá que negociar con Thomas Jefferson y James Madison. La parte de la negociación se titula “el cuarto donde eso sucede”, refiriéndose a la negociación. El resultado de la transacción, llamado “Compromiso de 1790”, fijó la capital nacional en el sur a cambio de que la Unión asumiera la deuda de los estados. Lo primero se volvió al poco tiempo irrelevante, pero lo segundo fue clave para la consolidación de los Estados Unidos. Y es altamente improbable que un debate público del asunto hubiera conducido a ese resultado (de hecho, la negociación privada tuvo lugar justamente por eso).

Pues bien, el sistema político chileno se encuentra amenazado. Sus operaciones han perdido considerable peso y capacidad aglutinadora. Sus políticos han perdido la capacidad de mediación, como ha quedado claro con el complejo proceso de refichaje. La política misma ha comenzado a ser vista con malos ojos. Puras “transacas y cocinas”, se dice con desprecio. Incluso la idea de “acuerdos” es vapuleada como algo bajo y ruin, como si llegar a acuerdos -que es la función básica de la política, como dijimos- lo fuera. Se demanda pureza virginal, transparencia total y coherencia ideológica geométrica. Es decir, se exige hacer política sin hacer política.

En esto confluyen, como en todo, factores locales y globales. Pero es muy preponderante la devaluación de la política nacional producto de ciertos elementos del diseño institucional post-dictadura, hecho para proteger al orden democrático del comunismo, cuya excesiva perpetuación en el tiempo tendió a hacer que los políticos jugaran al empate y al bloqueo, tal como analiza Daniel Mansuy en su libro Nos fuimos quedando en silencio, volviendo medio irrelevante la búsqueda de legitimidad representativa. A ello se suma, en todo el período, la influencia del sistema económico en el sistema político, generando un acoplamiento donde los intereses ciudadanos parecen excluidos. En otras palabras, los empresarios tenían acceso privilegiado al “cuarto donde eso sucede”. Y ellos no representan a nadie más que a sí mismos. El resultado lamentable de este escenario es que se arroja la guagua con el agua sucia de la tina cuando se descarta la política junto con las malas prácticas e instituciones que la devaluaron.

Y si ya establecimos que el código y las formas de la política están de capa caída, la pregunta pertinente es quién o qué ha venido a ocupar su espacio. Y aquí es donde aparecen los medios de comunicación de masas y la academia universitaria, cada una con su propio código. Ambas son, en períodos normales, auxiliares de la política, que es vigilada y se nutre de los medios de comunicación (llegando a ser su “caja de resonancia”), y que es tensionada por la crítica intelectual, que le demanda a veces dirección y a veces eficiencia técnica a las visiones políticas. Pero en períodos de decadencia de la política, estos mayordomos se apropian de la casa.

En el caso de los medios de comunicación de masas -también llamados el cuarto poder-, ellos tienen por objeto seleccionar hechos de la realidad, darles un encuadre y comunicarlos. Los hechos que seleccionan son siempre atípicos, accidentales. No comunican la normalidad, sino las rupturas de ésta. Y sus mensajes son siempre moralizantes. Lo anormal es presentado como bueno o malo, peligroso o agradable, contaminante o edificante. Así, el comunicador es muchas veces también una especie de predicador de lo bueno y lo malo, que toma siempre el lado de lo bueno, lo que se ha ido acentuando con el tiempo (y el desarrollo del llamado “periodismo de opinión”). Las actuales candidaturas de Alejando Guillier y Beatriz Sánchez son hijas de este fenómeno. Y tienen en común reclamar para sí esa credibilidad y pureza del sacerdote de noticiario. Ellos son portadores de lo bueno que denuncian lo malo. Lo limpio contra lo sucio.

En el caso de la academia universitaria, ella opera bajo el código de la ciencia y de la educación. Es decir, buscando discernir lo verdadero (o cierto) de lo falso y transmitirlo a los estudiantes. Sus métodos apuntan hacia la universalidad y la coherencia interna, y ningún paso puede carecer de justificación en esas coordenadas. Esto se vuelve particularmente difícil y delicado cuando se trata de las humanidades y las ciencias sociales, donde la complejidad del fenómeno estudiado es muchas veces reducida mediante convicciones ideológicas y morales. Así, la descripción deviene, al igual que en el periodismo noticioso, discurso moral. El profesor universitario de estas áreas del saber es, entonces, muchas veces un predicador moral: alguien que enseña lo que es bueno y lo que es malo a sus alumnos, con los que siempre existe una asimetría.

La colonización de la política por la academia universitaria comenzó en 2011. Ese año los remanentes de la Concertación en el Congreso se arrodillaron frente al movimiento estudiantil universitario -otro hecho analizado por Mansuy en su libro- y quisieron identificarse con él. El resultado es la Nueva Mayoría, el programa y el gobierno de Bachelet, que asumen las tesis del movimiento universitario y sus propuestas. Y esta irrupción de la política universitaria —altamente sobreintelectualizada, voluntarista y facciosa— tiene como correlato el ingreso a primera línea de los académicos que inspiraron y apoyaron a ese movimiento. Esta movida es la que entrega tanto peso a los intelectuales en el Gobierno de Bachelet. Hoy, rota la identidad entre movimiento estudiantil y Nueva Mayoría, basta revisar los precandidatos del Frente Amplio para constatar esto: Mayol (sociólogo USACH), Sanhueza (economista UDP), Ruiz (sociólogo UCH) y Vivaldi (rector UCH). A ellos se suma, por supuesto, Atria (PS), el único candidato de este perfil entre los de la Nueva Mayoría. Todos los “profes” de 2011 hoy son candidatos. Y sus discursos y propuestas, como es de esperar, están empapados de un espíritu tan vertical como geométrico: ellos vienen a enseñarnos lo que es bueno y a denunciar lo que es malo. Vienen a sacarnos de la caverna.

¿Qué efectos tiene esta irrupción de códigos distintos en la arena política? Primero, es polarizante. Son códigos más estrechos, que requieren de la mediación política para lograr ser procesados sin tensionar el cuerpo político hasta incluso mostrar su unidad como inviable. La política adquiere un tono de absolutos morales, de amigos y enemigos, de buenos y malos, de verdadero y falso. La deliberación se vuelve purista y las acusaciones de “intereses escondidos”, pan de cada día. Estos códigos no sirven para mediar tensiones, y operan con independencia (e indiferencia) de la legitimidad democrática de sus postulados. Si la gente no apoya lo bueno y lo verdadero, se presume, es porque está engañada, y cuando se desengañe, entenderá que nosotros teníamos razón.

De más está decir que es enorme el potencial de daño producido por el derrumbe de la legitimidad de la política y por el fin de la profesión política y sus formas de operar. Y que la pregunta que deberíamos hacernos hoy es cómo recuperar esa legitimidad y reivindicar la necesidad de política y políticos. De cocinas y “cuartos donde eso sucede”. De deliberación pública y acuerdos. Pero ya no de espaldas a la ciudadanía, sino en representación efectiva de ella y de sus propios anhelos, contradicciones, incoherencias, miedos y deseos. Porque sólo la política es capaz de cuadrar ese círculo y lograr representar y conducir la unidad de lo diverso, en vez de quebrarlo mediante rigideces y hogueras llameantes.

Ver columna en El Líbero