Columna publicada el 09.09.18 en La Tercera.

La atrocidad humana, para quien estudia historia, resulta conmovedora pero no sorprendente. Está claro que somos peligrosos. En tiempos y culturas donde la moral estaba siempre del lado de los vencedores y todo hombre libre era un guerrero, la violencia se ejercía sin culpa ni pudor. En tiempos cristianos, en cambio, la violencia no desaparece, como la revelación pretende, sino que comienza a ser justificada de manera retorcida. Se ejerce ya no en nombre del poder, sino de las víctimas: del pueblo pobre, la patria en peligro o los civiles indefensos.

Lo mismo pasa con la política: tiende a volverse una competencia por acaparar la legitimidad sacrificial de las víctimas en nombre de las cuales se ejerce el poder. Esto explica, por ejemplo, la disputa en torno al Museo de la Memoria, que es, además de otras cosas que todos deberíamos valorar, un artefacto político utilizado por la izquierda para tratar de declarar una eterna superioridad moral (por algo el recorrido termina en el triunfo del conglomerado gobernante que crea el espacio). De ahí su presupuesto muy superior al de muchos museos importantes, pero políticamente irrelevantes: el poder no da puntada sin hilo. De ahí, también, que muchos artistas de izquierda que hacen intervenciones políticas, como Raúl Zurita o Alfredo Jaar, manoseen la idea de que el 11 de septiembre de 1973 nunca dejará de ocurrir: es el sueño de la supremacía moral eterna, formulado, al igual que el museo, justamente cuando esa fuente de autoridad comienza a debilitarse. Las disputas políticas actuales, como advirtió el antropólogo René Girard, giran en torno a decidir qué víctimas serán consideradas, cuáles serán ignoradas y quién será culpado.

Nuevas víctimas oficiales emergen, mientras las antiguas transitan hacia el olvido político. Y, con ellas, nuevos chivos expiatorios son ofrecidos a los dioses debutantes. Los inmigrantes, los presos y los vendedores ambulantes en el altar del orden y la prosperidad de la clase media. Los pervertidos, los machistas y los acosadores en el de la igualdad de género. Para mostrar compromiso con las víctimas, se lincha o se castiga excesiva o “ejemplarmente” a los victimarios o a los acusados de serlo, tratándolos como una categoría humana, en vez de como individuos. Alrededor, casi nadie se atreve a demandar justicia en vez de venganza, por temor a ser apuntado. Dinámica particularmente fuerte cuando un nuevo tipo de víctima se visibiliza, demandando resarcir años de abuso.

Los políticos, en tanto, se acomodan. Los que pueden, por convicción o cálculo, se mueven hacia la corrección política, y los que no, hacia la incorrección, buscando el voto de los que quedan en “el lado incorrecto de la historia”. Bajo las víctimas oficiales, en tanto, esperan las otras víctimas, cuya representación el poder no se disputa: los miserables, los viejos abandonados, los delincuentes, los totalmente excluidos. Aquellos “sin figura, sin belleza (…) cuyo rostro está desfigurado por el dolor”.