Entrevista a Patrick Deneen publicada el 05.07.18 en Revista Capital.

Barack Obama suele comentar con sus seguidores de las redes sociales lo que está leyendo y lo que está escuchando. Son célebres, por ejemplo, sus listas de Spotify. Normalmente lo que comparte son cosas que calzan con su perfil: el tipo de cosas que uno imagina que Obama lee y escucha. Pero también da sorpresas. En su lista de lecturas veraniegas de este año, un libro en particular llamó la atención de todos: “Why Liberalism Failed” (editado en inglés por Yale, y en español por RIALP con el título “¿Por qué ha fracasado el liberalismo?”) de Patrick J. Deneen, un profesor de teoría política de la Universidad de Notre Dame, de clara tendencia cristiana y conservadora, cuya tesis central es que el orden liberal es parasitario de instituciones y vínculos sociales que no puede crear, pero que sistemáticamente tiende a destruir. El ex presidente estadounidense no sólo destacó el libro, sino que señaló que estaba de acuerdo con buena parte de su diagnóstico, aunque discrepaba con algunas de sus propuestas, lo que ha generado mucha polémica.

El libro de Deneen se inscribe en un importante proceso de giro de la intelectualidad conservadora estadounidense respecto al liberalismo. Hasta ahora, normalmente se entendía que había una amplia compatibilidad entre ambas visiones. Esta idea, de hecho, fue clave para la justificación de las reformas liberales ocurridas en Chile en los años 80. El más importante de sus defensores era Michael Novak, un teólogo que predicaba la total convergencia entre catolicismo y capitalismo, cuyo libro “El espíritu del capitalismo democrático” era repartido por Jaime Guzmán entre sus correligionarios. La primera publicación del CEP, “Cristianismo, sociedad libre y opción por los pobres” (1988), editada por Eliodoro Matte, entrega una amplia selección de estos autores. Y esa tesis, en versiones algo matizadas, ha seguido siendo parte del sentido común de la élite local. Sin embargo, es razonable pensar que, dada la gran influencia cultural de Estados Unidos sobre nuestro país, las tensiones intelectuales que comienzan a registrarse allá llegarán pronto a nuestras costas.

De paso por Oxford, logré que el profesor Deneen respondiera algunas preguntas para entusiasmar a los lectores chilenos con su libro, cuyo argumento, estoy seguro, sacará tantos aplausos como ronchas. Aquí les dejo la entrevista.

Usted trabaja con una definición amplia del liberalismo, y muchas personas dirán que habla sólo de un tipo de liberalismo. ¿Cómo defendería la idea de que todas las versiones del liberalismo están afectadas por los problemas explicados en su libro?

 Por “liberalismo” me refiero a la filosofía política originada durante la ilustración que desarrolló la idea de que cada uno debía construir su propio ser: la idea de autonomía o soberanía individual. Esta ideología contiene en su núcleo un rechazo a todas las fuentes de la personalidad que no han sido elegidas por el individuo, como la tradición, la costumbre, la religión, la comunidad o la familia. El liberalismo, entonces, trata de rediseñar el mundo para disminuir estas influencias y reemplazarlas con los mecanismos anónimos del mercado y del Estado. La mayor parte de la política contemporánea concuerda con este objetivo, pero discrepa en lo relativo al rol que le cabe a estos dos mecanismos anónimos.

¿Pero por qué define el liberalismo como una ideología? La mayoría de los liberales piensan que el suyo es el único punto de vista no ideológico, ya que busca tratar a todos por igual, de manera “neutra”.

El liberalismo es una “ideología” en la medida en que, primero, rechaza cualquier punto de vista alternativo respecto a lo que considera la forma apropiada de organizar la política y la sociedad. Y, segundo, en que busca rehacer el mundo a la imagen de sus creencias fundamentales. Tal como mi respuesta anterior sugiere, el liberalismo no es una filosofía política neutral, sino que establece una serie de normas que exigen un compromiso total en cada nivel de organización de la sociedad. Basta observar la situación actual de las instituciones alguna vez fundamentales que han sido deslegitimadas por la sociedad liberal -como la tradición, la cultura, la religión o la familia- para ver que el liberalismo difícilmente puede ser considerado como un orden político y social” neutral”.

 En Chile el eje del debate político es la disputa entre la gente que pide “más Estado” (izquierda) y la que pide “más mercado” (derecha). Usted señala en el libro que esta oposición es sólo aparente, ya que se trataría de dos caras de la misma moneda. ¿Puede profundizar esta idea?

Estado y mercado no sólo son dos caras de la misma moneda, sino que ambos crecen y se extienden simultáneamente en el contexto de una sociedad liberal. Se refuerzan mutuamente al desvincular al individuo de cualquier otro tipo de organización humana. El crecimiento del mercado depende de la expansión del Estado, así como del esfuerzo de ambos por “liberar” a los individuos de cualquier condición “limitante”, especialmente geográfica, cultural, religiosa y familiar. Todas estas relaciones humanas deben ser sometidas a la lógica de mercado, siendo reconfiguradas para volverse asuntos de preferencia individual, compromiso temporal y fácil abandono. El individuo liberado pasa a identificarse y a depender cada vez más del Estado en la medida en que los demás vínculos sociales son debilitados. De esta forma, Estado y mercado resultan fortalecidos por la “liberación” de los individuos, que paradójicamente, quedan en una situación de debilidad frente al poder tanto del mercado global como del Estado centralizado.

Otra idea común en nuestro debate público es que la tecnología es neutral. En el libro usted cuestiona este supuesto ¿Por qué?

Lo que digo es que uno puede pensar en la filosofía política detrás de nuestras instituciones como un “sistema operativo” que pasa totalmente inadvertido. Como el sistema operativo de un computador. Y que la mayoría de nuestras tecnologías visibles, con las que interactuamos cotidianamente, son más bien las “aplicaciones” que dependen de ese sistema operativo. Ya que nuestro horizonte político es hoy la liberación individual respecto a la tradición, la cultura y cualquier relación profunda y permanente de carácter espacial, personal o temporal, usamos tecnologías que incrementan esa liberación. Esto es cierto no sólo en el caso de las “tecnologías” más obvias como las redes sociales e internet, sino también respecto al diseño y uso de los sistemas de transporte, que favorecen el transporte privado en desmedro del público, e incluso de los hogares. En Estados Unidos, por ejemplo, el mayor énfasis se pone hoy en las partes “privadas” de la casa, como los dormitorios y los baños, en vez de en los espacios comunes. En otras palabras, debemos prestar más atención al “sistema operativo” que guía el diseño y uso de aquello que llamamos “tecnologías” pero que se encuentran fuertemente orientadas por una filosofía política que normalmente ni siquiera es vista o reconocida como tal.

Si el liberalismo ha fallado, ¿ha fallado también la noción de progreso?

Por un lado, es imposible no reconocer que la humanidad ha experimentado muchas mejoras. Por ejemplo, en el acceso a salud o a nutrición. Pero vivimos en un mundo en que esas mejoras son interpretadas desde la ideología del “progreso”. Esta ideología supone que la historia tiene una dirección discernible e inevitable, respecto a la cual el pasado siempre es peor en todos los sentidos, y el futuro será, muy probablemente, incontrovertiblemente mejor. El problema de esa ideología, tal como el de todas las ideologías, es que esa creencia nos hace ciegos respecto a cualquier evidencia contraria. Evidencia como el gran incremento de infelicidad debido a la soledad, o el aumento explosivo de las tasas de suicidio durante los últimos años. La ideología del progreso considera todos los avances como obvios, y cualquier evidencia en contrario como un fenómeno pasajero e inconexo, que será resuelto por más progreso. El vínculo entre algunos avances y algunos problemas es entonces sistemáticamente ignorado. Por ejemplo, que el volvernos más “libres”, en el sentido de más autónomos, también podría hacernos menos felices. La ideología del progreso hace casi imposible siquiera examinar la posibilidad de esos fenómenos.  

¿Y por otro lado?  

En segundo lugar, la ideología del progreso exige que consideremos nuestro tiempo presente como profundamente fallido e imperfecto. Del mismo modo que vemos el pasado como totalmente deficitario, debemos asumir que el progreso futuro hará que el presente sea evaluado de la misma manera. Así, nos encontramos atrapados en una condición de permanente descontento e infelicidad, incapaces de encontrar alguna satisfacción y goce en lo que tenemos hoy, tal como es. Y pensemos en lo que esto le enseña a las generaciones más jóvenes: sus padres y abuelos dejan de ser fuentes de sabiduría y de consejos, para convertirse simplemente en testigos de un pasado defectuoso ya superado ¿Puede sorprendernos entonces que nuestra época “progresista” conduzca a tantos conflictos entre las generaciones, así como al abandono de tantos niños y ancianos?