Columna publicada el 12.08.18 en El Mercurio.

Por diversos motivos, no resulta fácil leer el cambio de gabinete realizado el pasado jueves. ¿Cambio acotado, inflexión profunda, primera derrota de la supuesta ofensiva ideológica? ¿Reacción a las encuestas, respuesta a la irrupción de Michelle Bachelet? ¿Simple apresuramiento presidencial frente a una coyuntura particularmente incómoda? ¿O madurada decisión que responde a un diagnóstico acabado? En principio, los cambios de gabinete buscan cerrar flancos y blindar la acción del gobierno; y, sin embargo, esta modificación no cumplió con dichos objetivos. En efecto, en lo referido al diseño general, sigue habiendo más preguntas que respuestas. Esto se confirma si consideramos un hecho muy simple: el Ejecutivo se ha negado a ofrecer una narrativa razonable que permita dar cuenta de los motivos y de la oportunidad del cambio.

No debe extrañar entonces que abunden las conjeturas, aunque ninguna de ellas resulte del todo satisfactoria. Por ejemplo, si la idea era evitarse los inconvenientes ligados a la incontinencia verbal de aquellos ministros que nunca dejaron de ser columnistas, no se comprende que permanezca en su cargo el ministro de Economía, de admirable perseverancia a la hora de cometer errores. Si, por el contrario, el cambio se funda en un análisis más amplio de las dificultades que enfrenta el gobierno, parece evidente que el ajuste resulta insuficiente. Aunque Varela llevaba meses horadando la base discursiva del gobierno (el mismo jueves por la mañana reincidió con el bingo: cada cual con sus obsesiones), él era sólo la punta del iceberg. De hecho, sus excesos retóricos tenían al menos la virtud de ocultar problemas mucho más estructurales que afectan al gobierno: proyecto poco articulado, prioridades difusas y fuerte déficit de interlocución política.

Todas estas dudas se ven perfectamente reflejadas en el momento elegido para el ajuste ministerial, marcado por encuestas a la baja y por la sombra de Michelle Bachelet. Si las modificaciones responden a la caída en las encuestas, esto sólo vendría a confirmar que la derecha carece de horizonte definido. Esta mera suposición introduce una inestabilidad intolerable en una coalición que aspira a gobernar más de cuatro años: las encuestas sólo llenan los espacios vacíos. Dicho de otro modo: la importancia atribuida a los sondeos es inversamente proporcional a la profundidad de las convicciones. No se trata de negar el peso de la opinión pública, pero el gobierno está lejos de enfrentar una situación crítica que justifique un cambio tan precipitado.

Por su parte, el factor Bachelet no es menos preocupante. El modo en que (sobre)reaccionó el oficialismo a su entrevista en The Clinic dejó claro que la derecha todavía ve en ella a su principal adversaria. Además, no logró sino asentar su influencia. Todo indica que cada vez que hable, puede poner en aprietos al gobierno. ¿Por qué regalarle a la ex Mandataria un privilegio tan exorbitante? Guste o no, el Ejecutivo se puso en una extraña situación de inferioridad respecto de Michelle Bachelet, permitiéndole marcar el ritmo (de allí que el Presidente haya hablado exclusivamente de economía en un cambio ministerial que no tocó esa área, pues sólo quería responder las críticas de su antecesora). Como puede apreciarse, todas las conjeturas son inquietantes: incontinencia verbal, problemas estructurales, encuestas, Bachelet; cualquiera de estas explicaciones deja al Ejecutivo en una posición incómoda.

Ahora bien, y sin perjuicio de todo lo anterior, debe reconocerse que el nuevo escenario abre una ventana que, de consolidarse, podría iluminar el laberinto piñerista. En su gabinete original, el Presidente optó por personas de su exclusiva confianza en las carteras más sensibles, dejando a los políticos experimentados en ministerios sectoriales alejados del centro del poder. Por un lado, los Chadwick, Pérez, Blumel, Ampuero y Varela; y, por otro, los Monckeberg, Larraín y Espina. Lo ocurrido el jueves tuerce un poco ese esquema. En efecto, Marcela Cubillos no sólo tiene todas las condiciones para ser una excelente Ministra de Educación sino que, además, tiene una personalidad y una trayectoria independientes de la figura presidencial. De algún modo, ella representa el tímido regreso de la política a la acción del gobierno, un tímido reconocimiento de que se trata de un oficio tan digno como indispensable. Si en un principio se pensó que era fácil improvisar a ministros venidos del sector privado, para “gobernar sin complejos” (salvo a la hora de enfrentar a la contraloría), ahora se admite que la política posee una especificidad cuyo olvido se paga caro. En ese breve espacio, creo, el gobierno se juega su destino.