Columna publica el 30.12.19 en el Diario Financiero.

Los habituales balances de fin de año están marcados por el estallido social. Y entre las preguntas que surgen, una que se repite es si era posible prever la crisis, aunque fuera parcialmente. Después de todo, el Chile de las últimas décadas no era pura felicidad ni estabilidad. Basta recordar la ambigüedad de los votantes en las últimas dos elecciones presidenciales, y entre la primera y la segunda vuelta del 2017; la decreciente credibilidad de todas las instituciones, salvo bomberos; los múltiples casos de corrupción y abuso, que terminaron por erosionar casi cualquier legitimidad; la pobreza o vulnerabilidad que aflige a 3 o 4 de cada 10 chilenos (datos del primer gobierno de Sebastián Piñera); o que la deuda promedio de los hogares llegó al 74% de su ingreso disponible (cifras del Banco Central). Obviamente, nada de esto hacía suponer que el 18 de octubre quemarían el metro de Santiago, pero lo cierto es que diversos factores permitían intuir el malestar tan difuso como innegable que explotó junto a la ola de saqueos y vandalismo.

Pero eso no es todo. Hace más de 20 años, varias obras emanadas de las humanidades y ciencias sociales han mostrado, con sus diferencias, las deudas y tensiones que coexisten con el indudable desarrollo material del Chile de la transición. Mientras los informes del PNUD de 1998 reflejaban una distancia entre el bienestar subjetivo y la insatisfacción con el espacio público, el historiador Gonzalo Vial Correa –a quien nadie tildaría de izquierdista– recalcó la necesidad de “soldar la fractura social”, pues de lo contrario sería “detonante de una nueva crisis”, un “combustible que la propague e intensifique”. Algo similar ocurre con la ficción y literatura criolla. Entre los varios ejemplos disponibles, me permito recomendar los cuentos de Paulina Flores, como “Talcahuano”. Nuestras letras captaron hace décadas que, tal como decía Raymond Aron, el progreso trae consigo sus propias tensiones.

¿Por qué, entonces, nuestras élites políticas y económicas no lograron advertir la ambigüedad del país en que vivimos? ¿Por qué ninguno de esos diagnósticos fue escuchado y sopesado a tiempo? Se trata de preguntas tan incómodas como pertinentes, en la medida en que sufrimos algo así como una ceguera. Tal vez un factor que impidió leer las angustias del Chile profundo fue el tipo de lentes y perspectivas que predominaron luego del retorno a la democracia. El problema no fue recurrir a los instrumentos económicos y tecnocráticos, sino más bien olvidar sus limitaciones; la idea –a veces tácita, a veces expresa– de que ellos eran suficientes para comprender la vida común. Esto en desmedro de la necesaria reflexión teórica, la indispensable observación sociológica y la irremplazable conexión vital con el devenir cotidiano de los ciudadanos. Nunca podrán sustituirse las buenas lecturas y las buenas conversaciones con las personas de a pie; sin embargo, ambas fueron desplazadas o derechamente olvidadas por una porción no menor de nuestras clases dirigentes.

La buena noticia es que hoy pareciera existir mayor conciencia de ese déficit. No es casualidad que, en medio de la crisis, Ignacio Briones haya invitado al ministerio de Hacienda a un grupo transversal de académicos e intelectuales a conversar sobre el estallido social. En sus palabras, “la historia, la sociología, la filosofía y el arte tienen mucho que aportarnos con su estudio y mirada del Chile actual”.